viernes, 29 de abril de 2011

Nuestros días en Birmania se acabaron

Se acabó. Los quince días que teníamos para viajar por Birmania han llegado a su fin. Se han ido rapidísimo, a pesar de que los trayectos dentro del país hayan sido lentos y sufridos. Las carreteras aquí no dan respiro. Debido al lamentable estado de los caminos, y a la gran cantidad de baches que en ellos abundan, tu culo se convierte en el de un mandril y no paras de buscar la postura menos incómoda para poder echar una cabezadita.

Los autobuses aquí han ido de regulares a horribles. De hecho, a partir de ahora dejaré de decir que el peor autobús de mi vida lo cogí en Sudamérica y empezaré a decir que fue aquí, en el trayecto de once horas desde la histórica Bagan hasta la montañosa Kalaw. En un autobús de veinte asientos íbamos treinta y cinco pasajeros en el habitáculo y unos veinte en el techo... ¡sin contar que cada uno llevaba sus bolsas, maletas y mochilones! ¡Muy duro!



En estos quince días hemos recorrido bastantes kilómetros, todos ellos por carreteras bacheadas y caminos polvorientos, hemos visitado dos ciudades grandes: Rangún y Mandalay; varios pueblos medianos: Bagan y Kalaw; y hemos disfrutado de muchas aldeas de nombres impronunciables. Ha sido en estas aldeas donde más hemos disfrutado.

Las ciudades aquí parecen infectadas. Parece como si la lluvia o el calor extremo las destrozara poco a poco. Sus ciudadanos parecen hartos de tanto desorden, de tanta miseria y de tanto polvo y suciedad. Sin embargo en los pueblos medianos, y especialmente en las aldeas, las caras irradian felicidad, ganas de vivir, ganas de comunicarse. La alegría de los niños te contagia y te incita a pensar que quizá algún día este país de bellos paisajes, como el yacimiento arqueológico de Bagan o el ancho Lago Inle, pueda salir de las cenizas en las que está inmerso y disfrutar de cierta prosperidad y bienestar. 











Ayudaría bastante si la comunidad internacional actuará al igual que lo hace en otros países en peligro... aunque viendo los resultados que obtiene en sus intervenciones nunca se sabe qué es mejor. Quizá el hecho de que Birmania tenga como mejores amigos a China, India y Rusia intimida bastante a ciertos países occidentales, que se hacen los ciegos ante la falta de derechos humanos o ante los excesos de su gobierno. Por poner un ejemplo: aquí la red de carreteras es nula, al igual que su mejora o desarrollo, se basa en miles de kilómetros de arena que hacen imposible la movilidad de los ciudadanos a la mayoría de las regiones; sin embargo, hay una autopista impecable construida por capital chino que sirve únicamente para exportar gigantescos troncos de madera, opio y diversas frutas tropicales. Lo curioso de esta autopista es que sólo puede ser usada por camiones chinos con el único fin de abastecerse rápidamente. China, a cambio del opio y la madera birmana, ofrece principalmente aparatos electrónicos e infinidad de juguetitos estúpidos con estampados de Sinchán o Winny The “Poo”.

Los birmanos, mientras tanto, sufren hambre, enfermedades y esclavitud. Se alimentan básicamente de arroz, no tienen asistencia médica si no disponen de dinero en efectivo y trabajan de sol a sol todos y cada unos de los días de su vida (tanto niños como adultos). Por no decir que fuman sin parar. A diferencia de otros países, aquí no se advierte del peligro del tabaco; aquí se regalan cigarrillos en los bares después de comer. ¡Hasta los abuelos y abuelas fuman sin parar! Supongo que será otra de las medidas de este gobierno macabro para lograr que su población no dure mucho.



Otro aspecto que sobrecoge es la religiosidad de la gente. A pesar de no tener mucho qué echarse a la boca, como ya he dicho, los birmanos, en su mayoría budistas y en su minoría musulmanes y cristianos, muestran una devoción tremenda. Parecen aferrarse con fuerza a sus creencias mientras son explotados cruelmente por sus gobernantes.

Iluminados o intimidados por sus ideologías teológicas donan lo poco que tienen a sus templos, iglesias o mezquitas para lograr su reencarnación o como adelanto para su futuro apartamento en El Cielo, donde todas las miserias por las que están pasando en la vida real serán olvidadas; donde todos los niños que mueren por malnutrición o enfermedades fácilmente curables esperan jugueteando con una sonrisa en la cara en el seguro y limpio barrio de Las Nubes; donde los que dirigen el cotarro no engañan ni roban; o donde todo el dinero que donaron a la iglesia, al templo o a la mezquita, en lugar de a sus estómagos durante su estancia terrenal, les espera en forma de manjares deliciosos y nutritivos. ¡Basta ya de lavados cerebrales, basta ya de meter miedo a la gente!


Para colmo, sus numerosísimos lugares sagrados están megaforrados de papel de oro. Un centímetro cuadrado de este papel vale aproximadamente un dólar americano. No hay barrio en el que no haya unos cuantos templos o estupas y alguna mezquita o iglesia. Sinceramente, este aspecto de todas y cada una de las religiones me revuelve el estómago. Me da pena ver como los religiosos del mundo no hacen más que pedir limosna, ya sea en cestos de mimbre o en cuencos. Me da rabia pensar que en los alrededores de iglesias, templos o mezquitas abundan los pobres, los malnutridos y la miseria, mientras que en el interior el oro y los excesos te pegan bofetadas en la cara. Me fastidia pensar que una donación que podría convertirse en un trozo de comida, en un medicamento, en un champú o en un libro, se convierta en papel de oro que cubrirá un trozo de madera con forma de mesías y que posteriormente será besado para asegurarse prosperidad en la vida eterna, esa misma que nadie ha visto ni experimentado, pero que con gran entusiasmo e imaginación proclaman los mismos que reciben el dinero con las manos limpias y las barrigas llenas. De nuevo: ¡basta ya de lavados cerebrales, basta ya de meter miedo a la gente!

El tiempo que los birmanos no dedican a la religión, lo dedican a trabajar. Aquí no hay maquinaría pesada, por lo que todo se hace a la vieja usanza: las carreteras son hechas por mujeres a base de picar piedra y a base de cubazos de cemento, los campos se labran con azadas y los bueyes son todavía indispensables, las semillas se distribuyen a mano, los pajares también se hacen a mano, los pozos de agua se cavan con palas; los taxis van a pedales, los barrenderos utilizan ramas secas atadas a modo de escoba, etc, etc, etc.



Todo esto ha hecho que haya sido aquí, y no en Tailandia, donde hemos sentido por primera vez el famoso “shock cultural”. No ha sido agradable. Los primeros días estábamos invadidos por una tristeza profunda. No gusta ver a gente que pasa hambre, ni a madres que te ofrecen a sus hijos, ni a niños con ropas roídas pidiendo dinero, ni a cincuentañeros pedaleando su ricksaw para alimentar a sus seis hijos. Cuesta comprobar que algunos nos quejamos por tener un mes de vacaciones mientras para otros no existe ni el día libre, y mucho menos el fin de semana. No es cómodo ver tanta desigualdad. Nadie decide dónde nacer. Nadie sabe dónde va a nacer. Este mundo está muy mal hecho. Si fuera religioso podría excusarme y pensar que dios no hizo un gran trabajo. O quizá rezaría para que lo arreglara. Prefiero pensar que los humanos somos malvados y egoístas.

Estos pensamientos nos apedreaban los primeros días. Después todo cambia y empiezas a acostumbrarte. Empiezas a ver felicidad en los lugares que antes veías inmundos. Empiezas a ver caras sonrientes, gente contenta a pesar de no disponer de nada más que su familia, su trabajo y sus dioses. Empiezas a pensar que somos nosotros los que vivimos mimados por un consumismo estúpido que nos lleva a la negatividad, a la disconformidad, al tedio y a la felicidad superficial. Seguro que no necesitamos tantos lujos para estar a gusto con la vida. Seguro que no necesitamos ni la mitad de lo que tenemos para disfrutar. Todo lo que nos sobra hace falta en los países que tildamos de pobres o “subdesarrollados”.

Lo desconocido, las ruinas de siglos pasados, la naturaleza, la gente, y en especial los niños, han hecho de estos quince días algo que nunca olvidaremos.



Ojalá este país sea más justo en el futuro. Ojalá pueda ser localizado fácilmente en el mapa. Los birmanos se lo merecen. Tanto sufrimiento bien vale un premio.







sábado, 16 de abril de 2011

Recapitulando...

En estos momentos escribo esta entrada desde una acogedora pensión de Rangún en Birmania (o como se diría en la actualidad, y debido a la imposición militar, en Yangón (Myanmar)).

La música tecno anticuada me retumba en los oídos. Todavía siguen celebrando el año nuevo, que no sólo se celebra en Tailandia, sino en todos los países del Sudeste Asiático. Cada uno lo llama a su manera: el año nuevo thai, el año nuevo khmer, el año nuevo burmés, y otros nombres sinónimos. Yo he de admitir que ya estoy un poco cansado de tanta agua. Los primeros días disfruté como un niño. Ahora, y tras cuatro días seguidos de chapuzones, estoy saturado. ¿Os imagináis un año nuevo a la española durante cinco días seguidos?... Los hospitales estarían a reventar, se agotaría la vacuna B-12, y el ron, y el whiskey, los niños estarían hartos de echarse partidas de cartas con los abuelos, y los jefes se morirían de rabia al tener que dar cinco días seguidos de fiesta a sus empleados.

La última semana ha sido una fiesta continua. Desde que dejamos el bucólico Chiang Dao, no hemos parado de festejar. Por cierto, en Chiang Dao encontramos una paz y una relajación que no habíamos encontrado hasta el momento. Se trata de un pueblo muy pequeñín, rodeado de montañas  y donde los turistas se cuentan con los dedos de una mano. Por fin conseguimos vivir una estancia puramente thai. 

Nos establecimos en un bungalow enorme y excelentemente acondicionado. Quizá haya sido el lugar más cómodo en el que hemos estado. Todo era perfecto: la cama grandísima, el baño limpio y bien montado, e incluso tenía televisión -cuando la encendíamos sólo podíamos ver Russia Today (programa a lo BBC News... pura propaganda antiyanki)-.

Los dueños eran geniales: una pareja de tailandeses, ya entrada en años, que se esmeraban muchísimo en hacer de nuestra estancia algo perfecto. El marido cocinaba de lujo, la mujer nos daba fruticas recién cogidas de los árboles frutales de su huerto. Los platos eran el doble de caros que en el pueblo, así que no comimos todos los días con ellos, pero el sabor y la atención merecían la pena.

Nos movíamos por el pueblo y sus alrededores en unas bicicletas que alquilamos en el mismo bungalow. Estaban preparadísimas para la acción y sólo nos costaron unos 10€ por tres días. El pueblo en sí era lo que llevábamos buscando mucho tiempo: un lugar donde no se vieran muchos turistas, donde la mayoría de los carteles estuvieran escritos en thai y donde tuviéramos dificultades para comunicarnos con los lugareños.

Los alrededores eran espectaculares. Una montaña gigante, visible desde cualquier punto, servía de referencia para no perderse cuando nos adentrábamos con nuestras bicis por la campiña. Cantidad de flores de todos los tamaños y colores. Pájaros canturreando por doquier. Y sobre todo mucha gente levantando el pulgar con una sonrisa de oreja a oreja al cruzarse con nosotros. Éstos sabían poco más que 'hello'... por fin gente que no hablaba el rudimentario inglés al que nos acostumbraron las gentes del centro y del sur.

Nos pegamos unas buenas palizas deportivas. Aparte de la bicicleta, también hicimos una caminata durísima por la montaña, donde el calor y la pendiente nos lo pusieron difícil,  además de unos largos en una piscina bastante decente.  Todo esto en cuatro días, antes de tomar un autobús dirección sur con final en Chiang Mai (la ciudad más grande de la región norte de Tailandia).

Llegamos a Chiang Mai y ya estaba convertido en un gigante parque acuático. Toda la gente, de todas las edades, armada con cubos y pistolas o metralletas de agua. Todos intentando empapar a cualquiera que se cruzara por su camino.  Y todos deseando un feliz año. Era increíble ver la felicidad de los niños jugueteando con los turistas. A nosotros se nos unió una niña lindísima. Al principio nos utilizo. Sólo quería que le rellenáramos el vasito de agua que utilizaba para mojar al personal. Luego nos cogió cariño y no se paraba de reír con nuestras tonterías.

El segundo día amaneció nublado y nos demoramos un poco en llegar a la zona de batalla. Al llegar vimos que la niña, que se llamaba Neek, miraba alrededor en busca de algo. Según nos dijo su madre no había jugado en toda la mañana. Nos había estado esperando. Cuando nos vio llegar le cambió la cara de pena y se fue corriendo a abrazar a Isa. Nerviosísima cogió la nueva pistola que le había regalado una turista a última hora del día anterior y fuimos a buscar un lugar idóneo para el festival.

Nos tiramos todo el día empapados. No hacía mucho calor. Estaba nublado. Quizá ese día me esté pasando factura en este momento. Noto que mi garganta está algo tomada y tengo los ganglios levemente inflamados.

El día siguiente teníamos que intentar salir de una ciudad en plena guerra acuática. Teníamos una misión difícil. Llegar a la estación de autobuses, cruzando Chiang Mai de centro a norte, no iba a ser fácil sin recibir algún manguerazo, cubazo o disparo. Nos pusimos nuestra ropa de camuflaje (chanclas, bañador y camiseta), cubrimos nuestras mochilas y el ukelele con los chubasqueros e intentamos pasar desapercibidos por los estrechos callejones.

Nos montamos en uno de los taxis colectivos, que desgraciadamente están abiertos en su parte posterior. Por nuestra experiencia bélica sabíamos que estos taxis eran una de las presas favoritas de lugareños y turistas, así que no nos quedaba otra que intentar que no se nos viera desde fuera. Yo me senté en el suelo, con mi mochilón delante mía a modo de barricada. Isa se medio tumbó en el asiento y también hizo muralla con su mochila.

Sufrimos algunos ataques, pero ninguno mortal. Conseguimos llegar a la estación en 25 minutos y relativamente secos. Nuestras mochilas, cubiertas por el chubasquero, estaban algo más mojadas. Ya en la estación nos quitamos la ropa de camuflaje y nos congratulamos de dejar una ciudad en guerra. Lo que no sabíamos es que la ciudad a la que íbamos (Rangún) iba a estar igual, o peor.

Eran las 14.00 cuando salimos de Chiang Mai. Eran las 24.00 cuando llegamos a Bangkok. Eran las 2.00 cuando llegamos al aeropuerto. Eran las 7.00 cuando cogimos el avión. Estábamos reventados cuando llegamos a Birmania.

Como es costumbre, no habíamos reservado ningún sitio para dormir. Llegar a pelo a las ciudades nos gusta mucho porque nos da la posibilidad de regatear el precio de la noche.

Cuando salimos de la terminal del diminuto aeropuerto de Rangún, vimos a un chico con cartel que tenía escrito lo siguiente: MOTHERLAND INN 2 - MISS SMITH, nos fuimos a por él ipso facto.

-    Hola- dijo Isa-,  no soy Miss Smith, pero busco una habitación doble para dormir esta noche.
-    Oh sorry, we are full because of the water festival-, le contestó el chavilito.
  
Tras el primer intento fallido fuimos al punto de información donde nos dijeron que el taxi al centro nos valdría 10 dólares americanos, el doble de lo normal, debido también al festival acuático, y que un hostal normalillo nos costaría entre 18 y 20 dólares americanos. Bastante más caro de los que pensábamos gastarnos.

Salimos fuera y le dijimos a todos los taxistas que de momento no queríamos ir a ningún lado. Teníamos que pensar qué hacer. Nos sentamos en el suelo a hacerlo y nos empezamos a dar cuenta de que aquí, en Birmania, los hombres no usan pantalones; usan una especie de pareo que se enrollan a la cintura y que tiene pinta de falda entalladita. También nos dimos cuenta de que los pocos coches que pasaban estaban en condición bastante decadente.

Nos entró la risa floja y nos volvimos a poner en acción en busca de una morada en la que dormir. Isa volvió dentro de la terminal para preguntarle al chico que le había dicho que su hostal estaba lleno por si conocía otra pensioncilla de mala muerte. Como casi siempre, la suerte nos acompaño. El chico le dijo que esa tal Miss Smith que estaba esperando no se había presentando, por lo que podríamos usar su habitación, que afortunadamente era una con cama doble. Nos costaría 16 dólares, incluyendo el trayecto del aeropuerto al hostal y el desayuno.

El trayecto lo hicimos en un autobús en condiciones deplorables. Se caía a trozos. Lo bueno es que nada más montarnos en él, uno de los trabajadores del hostal nos dio unas botellas de agua no potable. No eran para beber. Eran munición de guerra. Nos dijo que si no queríamos mojarnos, debíamos cerrar las ventanas. De nuevo teníamos que atravesar una ciudad agitada por el agua, pero en este caso sí teníamos ganas de mojarnos. Yo me quite los vaqueros en el autobús, me puse otra vez el traje de camuflaje y dimos por inaugurado el festival acuático birmano entre risas y música tecno.

Tardamos en llegar una hora. Desayunamos por la patilla y salimos a la calle a empaparnos. Cuarto día de guerra.

Aquí, a diferencia que en Tailandia, los niños no son tan inocentes. Dan la impresión de ser maleducados. Tiran agua con mala hostia. Intentan hacer daño. Utilizan unos vasitos chiquititos y te tiran el agua muy fuerte a los ojos, a los oídos, a la cara o al piernas con la intención de joder. No tardamos en seguir el ejemplo y cuando se dieron cuenta de que nosotros también sabíamos hacer daño, nos dejaron tranquilos y nos consideraron parte de su equipo.

Así pasamos todo el día. Ya por la tarde fuimos a comprar los billetes de autobús hacia Mandalay, ciudad situada algo más al norte. En nuestro paseo a la estación de tren, y en nuestro camino de vuelta, con perdida de orientación incluida, pudimos comprobar lo mal conservada que está Rangún.

La pobreza se palpa en cada esquina. Aquí no se ve la modernidad y limpieza de Tailandia. Los edificios, tanto por dentro como por fuera, están fatal. Los vendedores ambulantes venden alimentos muy básicos y con bastante mal aspecto. Los pocos coches y motos que se ven están llenos de remiendos (mucho peor que el Falcon).  Abundan los ricksaws, bicitaxis movidas por abueletes de extrema delgadez, y cosa curiosa, al verte te hacen sentir como una estrella. Es como si nunca hubieran visto a un turista. Los coches se paran para darte la mano y darte las gracias por visitar el país. Todo el mundo quiere agradecerte la visita. Todos quieren expresarte una alegría que es difícil explicar de dónde la sacan. La mayoría dicen lo mismo: you happy in Burma? You beautiful!, I love you! O Good luck!

Nuestro viaje por Birmania acaba de empezar. Nos quedan 14 días más por aquí. Ya os contaremos qué tal nos va todo. Por cierto, las conexiones a internet escasean y llamar por teléfono cuesta más de cinco dólares el minuto. Así que no os preocupéis si no mantenemos un contacto tan fluido como hasta la fecha.

Os queremos.

domingo, 10 de abril de 2011

Autobuses nocturnos hacia el norte de Tailandia: de Bangkok a Chiang Dao.

En un principio pensamos realizar este trayecto en tren-cama; pensamos que sería más cómodo dormir en posición totalmente horizontal. Cuando miramos el precio del tren, cambiamos de idea al momento. El hecho de costar casi el doble nos hizo pensar que dormir en un asiento ligeramente reclinado tampoco estaba tan mal. Lo que no sabíamos era lo qué nos esperaba en los autobuses.

Ya teníamos cierta experiencia a la hora de pasar largas horas metidos en un autobús. Sabíamos que se nos hincharían los tobillos, que nos dolería la espalda, y el cuello; que no podríamos leer porque aquí nunca funciona la bombillita individual que está sobre el asiento, al lado del aire acondicionado, que por cierto funciona exageradamente bien; sabíamos que tendríamos que recurrir a los discos de Coldplay para poder echar una cabezadita; lo que no sabíamos es que íbamos a tener que soportar una peste a meados desmesurada. Tan desmesurado era el olor que pasamos más de cuatro horas con las cabezas vendadas; Isabel con una camiseta de manga larga que en un principio estaba destinada a prevenir la pulmonía, y yo con el pareo que me acompaña en cada desplazamiento.

Al entrar, el autobús estaba bien, nada de malos olores; algo menos lujoso que los últimos que habíamos pillado, pero con diferencias escasas. Sin embargo, nos llamó la atención que el señor de la izquierda no se quitará la máscara de la nariz, de esas que usan en Bangkok para no respirar tanta contaminación. ¡Valiente canelo!, pensamos. ¿No se va a quitar la máscara en todo el viaje? ¡Valiente canelo, sí sí... pues no era listo el viejete!. Nada más salir se embadurnó de algo parecido al linimento Sloan, suponemos que para aplacar futuros olores. Y nosotros pensando :¡joder con el abuelete... cómo se acicala antes de quedarse dormido! ¡Me cago en todo! No os podéis imaginar las ganas que tenía de quitarle la máscara de la cara mientras yo sufría la incomodidad de mi vendaje facial parecido al que los embalsadores realizaban a los difuntos egipcios.

Tenemos varias teorías para explicar lo sucedido, ya que no es algo que ocurra con normalidad en los autobuses tailandeses. Primera, que todos y cada uno de los ocupantes del autobús que bajaron a echar una meadita nocturna pasaran de tirar de la cadena. Segunda, que aunque tiraran de la cadena, ésta no funcionaba. Y tercera, que los tres bebés que estaban sentados sobre el regazo de sus padres, tres filas por detrás de nosotros, llevaran los pañales completamente empapados en pis. Por cierto, era de admirar cómo los tres mochuelillos, el padre y la madre sólo ocupaban dos asientos. Hemos visto que la flexibilidad de los tailandeses es infinítamente superior a la de nosotros dos, pero tal ejemplo de ergonomía humana no lo habíamos visto antes. Al igual que ocurrió en comisaría, nos dio cierto reparo echarles la fotillo de rigor, y más sabiendo que en mitad de la noche el flash de la cámara les saltaría en toda la cara y quizá despertará a los zagales. No queremos imaginar cómo hubiera sido el trayecto si al insoportable hedor le hubiéramos sumado el desagradable llanto de tres niños.

Con las cabezas tapadas llegamos a Chiang Mai. Me despertó el señor de la izquierda con un par de toques leves de dedo en mi hombro. Al quitarme tan engorroso antifaz, lo primero que vi fue su cara de felicidad. Seguramente que pensaba algo así como: ¿ahora quién es el canelo, eh? Menuda cara de felicidad y sosiego tenía el astuto de él. Seguro que no se había enterado de nada relacionado con micciones. Desperté a Isa y nos bajamos del autobús. Recogimos nuestra mochila del suelo y fuimos al interior de la estación.

No queríamos quedarnos en Chiang Mai, ya que es una ciudad grande, al estilo de Bangkok, y necesitábamos algo más tranquilo. La vida de viajero parece sencilla, no os diré que no lo sea, pero ir de megaciudad en megaciudad es algo estresante. Nos apetecía un pueblico.

Eran las cinco de la madrugada y no teníamos ni idea a qué pueblo íbamos a ir. Isa se había pasado toda la tarde anterior ideando un superplán turístico por la región norte de Tailandia, lo malo es que no había apuntado nada, y en ese momento, tras una noche tan dura, no era capaz de recordar el nombre del pueblo en el que comenzaríamos tal superviaje.

Así que allí se quedó, preguntando en todos los mostradores por pueblos inexistentes; obteniendo por respuesta caras de 'pero-qué-me-estás-contando-bonita-que-son-las-cinco-de-la-mañana'.

- Pues a ver si va ser Chiang Roi...
- ¡Creo que era Chiang Doi!
- ¡No, no, no... Chiang Loi!
- ¿O era Chiang Toi?...

(Esta conversación la mantenía ella solita. La única voz que se oía en la estación era la suya. Quizá se escuchó algún 'y yo qué coño sé' por mi parte).

Veinte minutos estuvo intentando recordar el nombre del pueblo. No es que le llegara a la mente de repente, no, es que se fue a por una guiri y le cogió la guía de viajes para mirarlo. Esta vez sí tuvo éxito, el nombre del pueblo era Chiang Dao. La verdad es que es bastante difícil quedarse con la nomenclatura rural thai.

Nos enteramos de que teníamos que ir a otra estación para ir a tal pueblo, así que nos montamos en un taxi colectivo y nos pusimos en camino. Media hora después ya estábamos montados en un autobús comarcal con destino a Chiang Dao.

Amanecía. Nos caíamos del sueño que teníamos, y para nuestra desgracia el autobús rural en el que viajábamos no tenía asientos individuales, eran asientos alargados para dos o tres personas (parecido al autobús que conduce Otto para llevar a los chavales de Springfield al cole en los Simpsons). Como nos montamos los últimos, tuvimos que ir en asientos separados. A mi me tocó ir junto a una chavalilla tailandesa que tenía pinta de ir al trabajo y a Isa junto a un señor que ya estaba sobado cuando entramos. Menos mal que el señor debía de estar en el séptimo sueño, porque los cabezazos que le pegó Isa en su hombro derecho durante el curveado trayecto seguro que le dejaron marca.

Desperté a Isa cuando llegamos al pueblo, nos bajamos del autobús, echamos un vistazo alrededor y recogimos las mochilas del suelo. Mientras yo canturreaba una melodía muy básica, a modo Charlie Bocatas, y que decía algo tan sencillo como: 'me llama la naturaleza, me llama la naturaleza', me di cuenta de que nos faltaba la bolsa en la que llevábamos todo lo importante (la pasta, las tarjetas de crédito y los pasaportes). Nos la habíamos dejado en el último autobús.

- ¡Joder, la bolsa azul! ¡Vaya cagada, nos la hemos dejado en el autobús!, le dije a Isa con cierto tono de nerviosismo.

En un ataque de actividad repentina, provocado quizá por el reciente despertar, Isabel no lo dudó un instante y echó a correr por donde se había marchado el autobús.

- ¿Pero dónde cojones vas?, le grité.
- ¡A por el autobús, a por el autobús!, me contestó fuera de sí.
- ¡Ni que fueras Forrest Gump, no te jode! Anda, anda, ve y coméntale al taxista aquel lo que nos ha pasado, gacela.

Mientras ella corría a por el taxista, que por cierto ya le hacía gestos de “100 bahts, 100 bahts” antes de preguntarle, yo le pregunté a un hombre que había junto a una moto si me la dejaba, le dije que acababa de dejarme una bolsa importante en el autobús y que tenía que recuperarla sí o sí. Menos mal que el señor hablaba inglés y me entendió a la perfección. Llamó a una mujer, que era la dueña de la moto y que estaba en la tienda de al lado. Yo llamé a Isa para que dejara de negociar con el cerdotaxista y viniera cagando leches. La mujer arrancó la moto y le dijo a Isa, que llegaba corriendo como una loca, que se montará detrás.

A los diez minutos aparecieron de nuevo con la valorada bolsa azul en la espalda de Isabel. Les preguntamos si podíamos darles algo de dinero por el favor realizado y nos dijeron que “no, no, no pay... welcome to Thailand”.

Menos mal que queda gente honrada en el mundo.

PD: ¿Todos los taxistas del mundo son igual de peseteros?

lunes, 4 de abril de 2011

BANGKOK VERSION 2.0

1.- Telegrama no urgente.

Segunda visita a Bangkok. STOP. Barrio chino. STOP. Más de lo mismo. STOP. Embajada de Birmania. STOP. Sopa ardiente. STOP. Día de nubarrones. STOP. Marea roja. STOP. Cago fuego. STOP. Megamercado de fin de semana. STOP. Cuatro km². STOP. Quincemil puestos. STOP. Mucha ropa. STOP. Isa enloquece. STOP. César 'tsss'. STOP. Isa compra mucho. STOP. César no tanto. STOP. Sushi para cenar. STOP. “No cerveza después 0:00”. STOP. Asco de 7 Eleven. STOP.

Este mensaje se ocultará automáticamente cuando escriba siete entradas más en el blog.











2.- Preimpresiones de posible y deseado cambio: el que decide el rumbo de Myanmar, la antigua Birmania, parece que desea ser una isla.

Que un niño de siete años deseara ser futbolista profesional, lo entendería. Que un currela deseara ascender de categoría, lo entendería. Que un músico deseara triunfar, lo entendería. Que una analfabeta cachonda deseara ser la mujer de un millonario, lo entendería. Que un vejestorio forrado deseara tener una cachonda por mujer, aunque fuera analfabeta, lo entendería. Que Belén Esteban desee ser guapa, lo entiendo. Que un país que no está completamente rodeado de agua quisiera ser una isla, NO lo entendería.

Si una nación tuviera cerradas sus fronteras para proteger a su población de algún mal terrible, quizá podría llegar a entenderlo. Creemos que esto no pasa en Myanmar. Por supuesto no hay nada que amenace a su población. No hay ovnis destructores rodeándola. No hay antrax procedente ni de China, ni de Tailandia, ni de Laos, ni de la India. No se ven amenazados por la crisis mundial, porque es como si no formaran parte del mundo. No hay modernidades estúpidas. No se venden películas de Tom Cruise. Ni siquiera tienen una Belén Esteban en la tele. No hay nada que los amenace... y aun así, actualmente están cerradas todas sus fronteras terrestres (según publican todas las guías turísticas que hemos hojeado). Sin embargo, su aeropuerto internacional funciona a diario. Y cobra tasas sin pudor.

Como todavía no hemos empezado nuestro viaje allí, no sabemos si toda esta información será cierta. No sabemos si aparecerá así porque se hace un terrible boicot al gobierno comunista que, según se afirma en numerosos artículos, oprime a su población y la obliga a vivir en la continua pobreza y soledad.

En unos días resolveremos todas nuestras dudas. El 15 de abril volaremos a esta nueva nación (si mañana nos devuelven nuestros pasaportes con un visado válido para 28 días) para comprobar todas las teorías que hablan de un país comunista con unos gobernantes terribles. Volaremos allí para comprobar si la gente es tan buena y acogedora como se dice. Volaremos para comprobar si es cierto que es el único país del sudeste asiático con más templos budistas que 7 Elevens. Volaremos para ver si es cierto que no puedes fotografiar ni obras ni trabajadores públicos (ni puentes, ni carreteras, ni edificios ministeriales, ni funcionarios). Volaremos allí porque no nos quedan más cojones. ¡Con lo que nos gusta a nosotros pegarnos panzadas de autobús, rememorando viajes similares como el mítico trayecto que hicimos en una tartana entre Lima y Florianópolis durante dos días y medio!

Os mantendremos informados.