Se acabó. Los quince días que teníamos para viajar por Birmania han llegado a su fin. Se han ido rapidísimo, a pesar de que los trayectos dentro del país hayan sido lentos y sufridos. Las carreteras aquí no dan respiro. Debido al lamentable estado de los caminos, y a la gran cantidad de baches que en ellos abundan, tu culo se convierte en el de un mandril y no paras de buscar la postura menos incómoda para poder echar una cabezadita.
Los autobuses aquí han ido de regulares a horribles. De hecho, a partir de ahora dejaré de decir que el peor autobús de mi vida lo cogí en Sudamérica y empezaré a decir que fue aquí, en el trayecto de once horas desde la histórica Bagan hasta la montañosa Kalaw. En un autobús de veinte asientos íbamos treinta y cinco pasajeros en el habitáculo y unos veinte en el techo... ¡sin contar que cada uno llevaba sus bolsas, maletas y mochilones! ¡Muy duro!
En estos quince días hemos recorrido bastantes kilómetros, todos ellos por carreteras bacheadas y caminos polvorientos, hemos visitado dos ciudades grandes: Rangún y Mandalay; varios pueblos medianos: Bagan y Kalaw; y hemos disfrutado de muchas aldeas de nombres impronunciables. Ha sido en estas aldeas donde más hemos disfrutado.
Las ciudades aquí parecen infectadas. Parece como si la lluvia o el calor extremo las destrozara poco a poco. Sus ciudadanos parecen hartos de tanto desorden, de tanta miseria y de tanto polvo y suciedad. Sin embargo en los pueblos medianos, y especialmente en las aldeas, las caras irradian felicidad, ganas de vivir, ganas de comunicarse. La alegría de los niños te contagia y te incita a pensar que quizá algún día este país de bellos paisajes, como el yacimiento arqueológico de Bagan o el ancho Lago Inle, pueda salir de las cenizas en las que está inmerso y disfrutar de cierta prosperidad y bienestar.
Ayudaría bastante si la comunidad internacional actuará al igual que lo hace en otros países en peligro... aunque viendo los resultados que obtiene en sus intervenciones nunca se sabe qué es mejor. Quizá el hecho de que Birmania tenga como mejores amigos a China, India y Rusia intimida bastante a ciertos países occidentales, que se hacen los ciegos ante la falta de derechos humanos o ante los excesos de su gobierno. Por poner un ejemplo: aquí la red de carreteras es nula, al igual que su mejora o desarrollo, se basa en miles de kilómetros de arena que hacen imposible la movilidad de los ciudadanos a la mayoría de las regiones; sin embargo, hay una autopista impecable construida por capital chino que sirve únicamente para exportar gigantescos troncos de madera, opio y diversas frutas tropicales. Lo curioso de esta autopista es que sólo puede ser usada por camiones chinos con el único fin de abastecerse rápidamente. China, a cambio del opio y la madera birmana, ofrece principalmente aparatos electrónicos e infinidad de juguetitos estúpidos con estampados de Sinchán o Winny The “Poo”.
Los birmanos, mientras tanto, sufren hambre, enfermedades y esclavitud. Se alimentan básicamente de arroz, no tienen asistencia médica si no disponen de dinero en efectivo y trabajan de sol a sol todos y cada unos de los días de su vida (tanto niños como adultos). Por no decir que fuman sin parar. A diferencia de otros países, aquí no se advierte del peligro del tabaco; aquí se regalan cigarrillos en los bares después de comer. ¡Hasta los abuelos y abuelas fuman sin parar! Supongo que será otra de las medidas de este gobierno macabro para lograr que su población no dure mucho.
Otro aspecto que sobrecoge es la religiosidad de la gente. A pesar de no tener mucho qué echarse a la boca, como ya he dicho, los birmanos, en su mayoría budistas y en su minoría musulmanes y cristianos, muestran una devoción tremenda. Parecen aferrarse con fuerza a sus creencias mientras son explotados cruelmente por sus gobernantes.
Iluminados o intimidados por sus ideologías teológicas donan lo poco que tienen a sus templos, iglesias o mezquitas para lograr su reencarnación o como adelanto para su futuro apartamento en El Cielo, donde todas las miserias por las que están pasando en la vida real serán olvidadas; donde todos los niños que mueren por malnutrición o enfermedades fácilmente curables esperan jugueteando con una sonrisa en la cara en el seguro y limpio barrio de Las Nubes; donde los que dirigen el cotarro no engañan ni roban; o donde todo el dinero que donaron a la iglesia, al templo o a la mezquita, en lugar de a sus estómagos durante su estancia terrenal, les espera en forma de manjares deliciosos y nutritivos. ¡Basta ya de lavados cerebrales, basta ya de meter miedo a la gente!
Para colmo, sus numerosísimos lugares sagrados están megaforrados de papel de oro. Un centímetro cuadrado de este papel vale aproximadamente un dólar americano. No hay barrio en el que no haya unos cuantos templos o estupas y alguna mezquita o iglesia. Sinceramente, este aspecto de todas y cada una de las religiones me revuelve el estómago. Me da pena ver como los religiosos del mundo no hacen más que pedir limosna, ya sea en cestos de mimbre o en cuencos. Me da rabia pensar que en los alrededores de iglesias, templos o mezquitas abundan los pobres, los malnutridos y la miseria, mientras que en el interior el oro y los excesos te pegan bofetadas en la cara. Me fastidia pensar que una donación que podría convertirse en un trozo de comida, en un medicamento, en un champú o en un libro, se convierta en papel de oro que cubrirá un trozo de madera con forma de mesías y que posteriormente será besado para asegurarse prosperidad en la vida eterna, esa misma que nadie ha visto ni experimentado, pero que con gran entusiasmo e imaginación proclaman los mismos que reciben el dinero con las manos limpias y las barrigas llenas. De nuevo: ¡basta ya de lavados cerebrales, basta ya de meter miedo a la gente!
El tiempo que los birmanos no dedican a la religión, lo dedican a trabajar. Aquí no hay maquinaría pesada, por lo que todo se hace a la vieja usanza: las carreteras son hechas por mujeres a base de picar piedra y a base de cubazos de cemento, los campos se labran con azadas y los bueyes son todavía indispensables, las semillas se distribuyen a mano, los pajares también se hacen a mano, los pozos de agua se cavan con palas; los taxis van a pedales, los barrenderos utilizan ramas secas atadas a modo de escoba, etc, etc, etc.
Todo esto ha hecho que haya sido aquí, y no en Tailandia, donde hemos sentido por primera vez el famoso “shock cultural”. No ha sido agradable. Los primeros días estábamos invadidos por una tristeza profunda. No gusta ver a gente que pasa hambre, ni a madres que te ofrecen a sus hijos, ni a niños con ropas roídas pidiendo dinero, ni a cincuentañeros pedaleando su ricksaw para alimentar a sus seis hijos. Cuesta comprobar que algunos nos quejamos por tener un mes de vacaciones mientras para otros no existe ni el día libre, y mucho menos el fin de semana. No es cómodo ver tanta desigualdad. Nadie decide dónde nacer. Nadie sabe dónde va a nacer. Este mundo está muy mal hecho. Si fuera religioso podría excusarme y pensar que dios no hizo un gran trabajo. O quizá rezaría para que lo arreglara. Prefiero pensar que los humanos somos malvados y egoístas.
Estos pensamientos nos apedreaban los primeros días. Después todo cambia y empiezas a acostumbrarte. Empiezas a ver felicidad en los lugares que antes veías inmundos. Empiezas a ver caras sonrientes, gente contenta a pesar de no disponer de nada más que su familia, su trabajo y sus dioses. Empiezas a pensar que somos nosotros los que vivimos mimados por un consumismo estúpido que nos lleva a la negatividad, a la disconformidad, al tedio y a la felicidad superficial. Seguro que no necesitamos tantos lujos para estar a gusto con la vida. Seguro que no necesitamos ni la mitad de lo que tenemos para disfrutar. Todo lo que nos sobra hace falta en los países que tildamos de pobres o “subdesarrollados”.
Lo desconocido, las ruinas de siglos pasados, la naturaleza, la gente, y en especial los niños, han hecho de estos quince días algo que nunca olvidaremos.
Ojalá este país sea más justo en el futuro. Ojalá pueda ser localizado fácilmente en el mapa. Los birmanos se lo merecen. Tanto sufrimiento bien vale un premio.