miércoles, 21 de septiembre de 2011

Autobús de Maninjao a Jakarta, de Sumatra a Java. Despacho telegráfico.


Bye bye, Sumatra. STOP. Dos días con sus dos noches metidos en un autobús de mala calidad. STOP. Atmósfera cargada de durian. STOP. Excelentes vistas y compañía lugareña. STOP. Arroz blanco y baños negros. STOP. Primera noche. STOP. Frío nocturno: aire acondicionado a reventar. STOP. Mezquita mañanera. STOP. Zapatos en la antesala. STOP. Ambiente familiar, trato extraordinario. STOP. Diccionario English-B. Indonesia siempre a mano. STOP. Arroz blanco y baños negros. STOP. Dolor de tobillos, de rodillas, de ojete, de espalda, de cuello, de todo. STOP. Segunda noche polar. STOP. Ferry al alba. STOP. Welcome to Java, welcome to Jakarta. STOP. Sin parar a la embajada. STOP. Rotura corporal. STOP. Calor, tráfico, asfalto, contaminación, ruido, peseto. STOP. Sopa callejera. STOP.  Calor, tráfico, asfalto, contaminación, ruido, peseto. STOP. Siesta eterna rehabilitadora. STOP. Mañana huimos de la capital. STOP. Aúpa Real. 

domingo, 18 de septiembre de 2011

Sumatra Sumatera, una de cal y otra arena


El viaje de nuestros dos gandules sigue su marcha. Volaron de Malasia a Indonesia, dejando atrás la abundancia y ostentación, las hermosas islas y la espesura de las junglas, para adentrarse en la cruda realidad de Sumatra, isla frecuentemente castigada por devastadoras catástrofes naturales. No esperaban encontrar lo que encontraron, ni encontraron lo que esperaban; vagar de un lado a otro sin un plan claro, sin guía, ni internet, ni teléfono, ni gente que hable inglés complica el más sencillo de los itinerarios. Confiar en los pescadores o en los ricachones como si de hermanos se tratara no siempre sale bien. Aquí, en Sumatra, vuelven los centros de información turísitca que desinforman, vuelven los mercados coloridos, apestosos y húmedos, los autobuses revienta-tímpanos-a-base-de-zapatilleo, la comida callejera, las sonrisas gratuitas y las confusiones continuas.

Cuando llegó la hora de meterse en el avión que les llevaría de Kuala Lumpur a Medan, en la región norte de Sumatra, Indonesia, tenían la sensación de que el viaje les llevaría a una continuidad celesial, al mismo país con otro idioma y bandera, a las mismas playas y a las mismas junglas y a la misma vida salvaje. Confundían en su cabeza Bali con cualquier región de Indonesia. Pensaban encontrarse  lujo y comodidad, paz en su lento caminar, aceite de oliva en lugar de alquitrán y hallaron algo muy diferente.

En la terminal del diminuto aeropuerto fueron recibidos por los chacales cambistas, “buy dollar,  buy euro”, “buy me, friend, good price for you”.  Las mochilas ya estaban tiradas en el suelo mientras salían del paseillo del cambio; nada de esperar durante media hora a que lleguen en una sucia cinta. Tras las ofertas económicas simpre llegan las de transporte: “where you go sir?... taxi?”, “my friend, you need motorbike... cheap cheap”, “you want charter?”... Y por último llegan las personas que de ti nada quieren, pero que se mueren por demostrar en público su dominio del inglés: “ey, my friend, where you come from?”, “Oh, Spain! Barcelona o Madrid?”, “ey Mister, how are you?” “Fine, thanks, and you?” “Jejejeje jijiji”, ni zorra de lo que preguntan, pero les sirve para tirarse un pegote gigante frente a los coleguitas que ya les palmotean la espalda en señal de joder-cómo-te-sales-hermano. No hacía falta nada ni nadie más para saber que los días de turismo guerrero, de los que aman nuestros holgazanes, habían llegado de nuevo.

Como no podía ser de otra forma rechazaron taxis y motos y se fueron directos al más cochambroso de los tuk tuk para ver la ciudad despacito, piano piano, la prisa mata. Además, ya echaban de menos el regateo y debían refrescar destrezas.
-         Mister, we want to go to the bus station, we want to go to Sibolga -empezaron.
-         Oooh, Sibolga, Sim Piti bus station, I know I know... 50 thousand -no se lo cree ni él, pero por si acaso cuela, lo suelta.
-         50 thousand? Com'on mister, we give you 5 thousand each and you take us there, ok? -atacan con cara de buenos chicos.
-         Ooooh, 5 thousand! No no no, 50 thousand? Very far, you know” -mostrando una falsa indignación.
-         Ok, ok, then we look for someone else, you very expensive” -le dicen pretendiendo dar la negociación por finiquitada.
-         Ok, 40 thousand? -replica el conductor.
-         No no, mister, 5 thousand each, but don't you worry, we look for someone else.
-         Ok, ok, 20 thousand? -dice cuando ya nuestros tunantes tenían la mochila cargada en la espalda y empezaban a caminar sin saber muy bien hacia dónde-. Ey, ey, ok ok... 10 thousand!
-         10 thousand ok? -le contestan dándose la vuelta-. Ok. Let's go.

Montados en el tuk tuk recorrieron algunas calles de Medan, la cuarta ciudad más grande de Indonesia, tragaron polvo sin parar, sufrieron el intenso tráfico en el medio de transporte más lento de todos (ni una bicicleta a la vista), camionetas bufando por la derecha, autobuses pegando volantazos para evitar atropellos, el conductor del tuk tuk metiéndose en dirección contraria sin temor a morir aplastados por los todoterrenos japoneses... Todo esto bajo una discoteca de claxons, dentro de un mare mágnum de saludos y de miradas inquietas e inquietantes y con los dos mochilones, el gorro vietnamita y el ukelele sobre las rodillas. La Indonesia profunda les dio da la bienvenida nada más aterrizar.

Los dos días posteriores serían muy parecidos y pueden ser resumidos en pocas palabras: noche de autobús, mañana de autobús, tarde de cháchara con los lugareños en espera de decisiones convincentes, de café en café; noche de autobús, mañana de autobús, tarde de cháchara con los lugareños en espera de decisones convincentes. Tuvieron que esperar al tercer día en Indonesia para dormir en una cama. Los tobillos se enfadaron y decidieron hincharse y amoratarse en señal de protesta, las espaladas se quejaron a más no poder y los ojetes mutaron a culo de mandril.

Pasaron dos noches en Padang, una de las ciudades que más violentamente sufrió el tsunami y el último terremoto de 2009. Antes de estos dos terrible batacazos era uno de los principales destinos turísticos en Sumatra: playa de arena blanca, islas cercanas de aguas transparentes, surf, buceo, precios razonables... Ahora nada. El tsunami los machacó y el terremoto, seis años después, mandó al carajo todos los avances que se habían hecho en los últimos años. Aunque a día de hoy gran parte de la ciudad está recontruida, todavía quedan edificios a punto de caerse. Impacta ver la cantidad de cementerios que encuentras a cada paso. Extensiones enormes de terreno ocupadas por hileras e hileras de tumbas de todos los tamaños y colores.

Nuestros indolentes fueron al centro de información turística y les contaron que “tras las catástrofes los turistas han dejado de venir, los precios se han doblado y la cantidad y la calidad de la comida ya no es lo que era. Todo se ha hecho mucho más difícil y hasta que los turistas no vuelvan no será posible levantar cabeza”. En un perfecto inglés -con demasiado deje americano- un chaval de ojos encendidos como el fuego les explicó las opciones para tacaños mochileros: “si queréis ver pececitos con  las gafas y el tubo, no lo dudéis, tenéis que ir a Sikuai Island”. Perfecto. Volviendo a casa, pensando en la cena, ya se frotaban las manos imaginándose en aguas cristalinas y nadando entre nemos y peces  luna.

El día siguiente madrugaron mucho, desayunaron y se fueron en busca de un barco que les llevara a la isla. Preguntaron a un pescador. 800.000... bueno 700.000... venga por 600.000 ida y vuelta. “Muy caro, muy caro”. Fueron a preguntar a la agencia que organizaba paquetes de un día (transporte, comida, buceo, 250.000). Todavía muy caro, pero permisible. “Ok, pa'lante” “Lo sentimos, necesitamos un mínimo de tres personas y, como bien podéis contar, sólo sois dos” “Me cachis”. Volvieron al pescador y le ordenaron “Ok, míster, nos llevas y nos traes por 400.000, pero te pagamos a la vuelta que ahora sólo tenemos 200.000”. “Ok, no problem, 400.000, me dais 200.000 ahora para la gasolina y los otros 200.000, después”, respondió el pescador en un inglés más que aceptable. Pensaron que quizá se lo podían haber sacado por algo menos, dada la rapidez con que aceptó los 400.000, intentaron rebajarlo un poco más, pero una vez que el precio está acordado es imposible cambiarlo -ley del regateo artículo primero-.


Diez minutos después se montaron en una estrecha y carcomida barca, gobernada por otro pescador.  El pescador con el que habían negociado decía que estaba con gripe y no le era muy aconsejable echarse a la mar, así que delegó en su hermano mayor, que no hablaba ni papa de inglés, pero que también tenía una cara de alegría perenne. Se prepararon para una hora y media de saltos por el Océano Índico, pasaron entre buques enormes, islotes y más barcas de pescadores, gozaron del viaje sabiendo que en poco tiempo llegarían a otro paraíso, a otra de esas islas que hacen que el tiempo se pare... y vaya si se paró.

Desembarcaron en el embarcadero de la isla y fueron recibidos por un pipiolo vestido de naranja con una chapa del Sikuai Island Resort. Les dio la bienvenida en un inglés chabacano y les dijo que por favor pasaran por recepción. “¿Cómo que por recepción? No, no te preocupes, brother, si no nos vamos a quedar a dormir ni nada por el estilo, traemos nuestra comida, nuestras gafas y nuestros tubos y no necesitamos más que tirarnos en esa playa ya mismo”. El pipiolo puso cara de circunstancia y dijo que por favor debían pasar por recepción. “Ok, ok, no problem, pero rapidito que sólo tenemos seis horas para disfrutar de esta playaza... Nuestro pescador vuelve a por nosotros a las cuatro y ya son las diez. Oye, by the way: ¿cuál es la mejor zona para zambullirse viendo pececitos y pecezotes?

Lo que pasó a continuación no tiene nombre. Hay ocasiones en las que la bondad se desvanece y la maldad impera. Nada más poner pie en la recepción, y sin un cortés “bienvenidos” por delante, nuestros gandules fueron informados de que tenían que pagar la friolera de 200.000 rupias para poder entrar en la isla. Nadie les había informado de que tuvieran que pagar por entrar, ni en información turística ni el pescador con el que habían negociado, y para colmo llegaban sin un real en el bolsillo pues le habían dado los 200.000 que tenían -la mitad de lo acordado- al pescador para que le echara líquido al bólido marino.

Le explicaron a la recepcionista lo ocurrido, buscando un poco de compasión. No tenían ni idea de que hubiera que pagar, no sabían era una isla privada que pertenecía a un empresario chino que había decidido montar un resort de lujo. ¡Si no lo sabían ni los de la información turística, cómo demonios lo iban a saber ellos! No les hicieron ni caso, y se empeñaban en pedirles el dinero. Aparecieron dos militares indonesios de la nada y nuestros tunantes empezaron a desesperarse, les enseñaron la cartera para demostrar que no mentían, estaban pelados, y les dijeron que se lo habían dado todo al pescador, les rogaron que hicieran una excepción y les dejaran pasar el día en la isla. Tras la recepción hicieron un leve amago de hablar con sus superiores, pero gastaron menos de diez segundos en el teléfono para decir “we have rules and to enjoy the island you have to pay 200.000 rp. This is our rule”. Volvieron a insistir en que no tenían nada en contra de sus leyes, que las entendían a la perfección, pero que nadie les había informado de ello y que habían llegado a la isla sin un duro. “¿Qué vamos a hacer ahora?” La respuesta fue tajante: “esperar a que vuestro pescador vuelva a buscaros”. “¿Cómo?” Habían acordado que el pascador fuera a recogerlos a eso de las 4 de la tarde, es decir, nada más y nada menos, que seis horas después. Seis horas en el paraíso no son nada, pero seis horas en el infierno es una eternidad. “¿Nos vais a tener esperando seis horas en el embarcadero, qué os cuesta dejarnos pegarnos un baño, comernos nuestras galletas y bucear aquí mismo, no hace falta que nos dejéis dar una vuelta por la isla, podemos bucear aquí mismo, qué os cuesta?” La respuesta fue de nuevo tajante: “we have rules and to enjoy the island you have to pay 200.000 rp. This is our rule”. Cuando el enfado de nuestros gandules llegó al máximo la recepcionista dio la orden de desalojo. Le dijo a los militares que los llevaran al embarcadero y que no se movieran de allí hasta que llegara a recogerlos el pescador. Constant tension. Tras un agarrón en el brazo los gandules se vieron forzados a ir al embarcadero. Mejor en el embarcadero de una isla gloriosa que en una cárcel indonesia.

Allí se tiraron las seis horas siguientes. Intentaron volver a la recepción para intentar nuevas estrategias. Ni el llanto forzado de Isabel les hizo cambiar de idea; todo lo contrario, se ganó otro agarrón y hasta la acompañaron al baño cuando les dijo que necesitaba mear. Nuestros viajeros tratados como criminales por llegar a una isla sin dinero.

Las seis horas fueron muy agridulces. Mirando al sur, compungidos, vieron numerosos peces, una tortuga, una barracuda voladora; mirando al este vieron la sombra de los cocoteros desplazarse por la blanca arena llegando a rozar el agua cristalina; mirando al oeste, el plácido volar de las gaviotas;  y mirando al norte veían los trajes de militar de los marines. Éstos demostraron ser dos currelas haciendo su trabajo, y nada más. A pesar de no hablar mucho inglés les expicaron lo mucho que sentían la situación; ellos estaban haciendo su trabajo y no podían arriesgarse a peder esa tranquila plaza por dejales bañarse o por hacerse el longui. Acabaron jugando al dominó con ellos, ¿qué iban a hacer?. Les ofrecieron comida. Se esforzaban en llamar la atención de los barcos pesqueros de los alrededores para que pudieran salir de la isla cuanto antes, sin tener que sufrir la agridulce condena. Pero nada resultó. Ni siquiera el hecho que desde la isla saliera un envío de cocos hacia Padang, el mismo sitio al que nuestros ociosos debían volver, les hizo cambiar de idea. “Nuestras normas son estas y vosotros os iréis con vuestro pescador”. “¿Pero y si nuestro pescador nos ha engañado y no viene a por nosotros? ¿Y si con los 200.000 se da por satisfecho y decide quedarse tranquilamente en su casa de Padang disfrutando de la pasta caída del cielo... nos quedamos aquí toda la noche?” La respuesta tras hablar con el jefe chino por teléfono fue de nuevo tajante: “Ese es vuestro problema, si queréis ir con el barco que lleva los cocos tenéis que pagar 100.000 rp cada uno” Putos empresarios chinos han perdido el norte, pensaron todos y cada uno de los allí presentes.

Por suerte el pescador apareció. Dado que no hablaba ni gota de inglés no puedieron explicarle lo qué habían pasado desde que les dejara en la isla. Estaban tan quemados que no sabían distinguir muy bien a quién odiaban más -sin contar al empresario chino, por supuesto, que lo hubieran degollado de estar allí presente-. No sabían si odiaban más a los empleados del resort, que acojonados por el chino no tuvieron pelotas a dejarles pisar la isla, o al pescador con el que habían apalabrado el viaje que no les había dicho que tendrían que llevar dinero extra. Disponían de una hora y media en el Océano Índico para pensar en cómo evitar darle los 200.000 que les faltaban por pagar. No iba a ser tarea fácil. El precio acordado tras un regateo es algo que hay que respetar. Habían acordado pagarle 400.000 por ida y vuelta. Ya habían pagado 200.000. Les quedaba por delante una dura negociación rodeados de pescadores malhumorados. Sabían que llevaban todas las de perder y no dudarían en ceder si la cosa se ponía muy fea. Ante todo había que evitar a la policía.

Táctica anti-pago: caras de jodidos -no hacía falta forzarlo mucho-, indignación total y encerrarse en banda a base de “sabías que teníamos los 200.000 para la gasolina y que no nos quedaría nada de pasta para pagar la isla, sabías que no podíamos gastarnos mucho, nos has hecho perder el día, seis horas en el jodido embarcadero mirando al agua y jugando al dominó con dos marines, ya te vale, bla bla bla, bla bla bla”. Si no funcionaba la indignación y el mosqueo, y se empezaba a caldear el ambiente, se pagaban los 200.000 pendientes y listo; no siempre van a salir los planes bien.

Llegan al puerto y el pescador con el que habían acordado pagar 400.000 no está. Su hermano no habla nada de inglés, pero mostrando el índice y el corazón de su mano derecha les pide los 200.000 pendientes, los gandules guerreros le contestan que dónde está su hermano, que tienen que hablar con él. Le llama por teléfono y aparece a los diez minutos, recién salidito de la mezquita, ataviado con su túnica blanca y con una cara de felicidad enorme. El hermano, gesticulando, enfadado, le dice que no sabe por qué los guiris no quieren pagar. Ya se había había activado el plan, la táctica anti-pago ya había comenzado. Le contaron la película -con la armadura puesta y la espada en mano-, se enfadaron muchísimo, le dijeron lo iiritados que estaban, habían estado todo un día sin hacer nada, más y más pescadores se acercaban a contemplar la escena -nadie entendía nada, pero todos querían presenciarla, dos extranjeros rodeados de toscos pescadores era algo que no se podían perder-, las caras de sorpresa e incredulidad empezaban a aparecer... mientras tanto el pescador escuchaba con atención. Cuando nuestros tunantes terminaron,  el griposo marino reflexionó unos segundos, intercambió unas palabras con el hermano, le dijo a los colegas que se callaran, les contó lo que había pasado. Segundos más tarde se escuchó la plácida e inesperada sentencia:

-         ¿Cóóómo, qué nos os han dejado pisar la isla? ¡Pero serán malajes! ¿En serio? No me lo puedo creer. Lo siento mucho, chicos, no sabía que la isla fuera privada. Yo estuve hace unos años y nadie pedía dinero por entrar. Tras el terremoto los chinos han comprado la mayoría de las islas y están plagándolas de resorts. Lo siento mucho. No os preocupéis por el dinero, ya le pago yo el resto a mi hermano... lo que haga falta. ¿Queréis que os acerque a vuestra pensión? Lo siento de veras.

Así, sin más, sólo tuvimos que explicarle una vez lo que había pasado y lo entendió. Y nosotros, preparados para la guerra, pensando que íbamos a liar un pollo bueno en el puerto.

Sumatra Sumatera, una de cal y otra de arena.

***

PD: Chin chin, chino.

Chiflado cheche chino,
churretoso y choricero,
churritador de chuzonadas chorras.
Chafarrinaste el chapalear de los chenchas chocolateros,
chafallaste cual chimpancé tan chanante chapoteo, 
chicaneando con chuceros. Chancho.
Chiclán chacueco chafalmejas,
que un chapero chorrudo te chingue el chalet chic
por chabola chinchanrrera en chabuco de chabisque chivetero.




 

jueves, 8 de septiembre de 2011

Vida salvaje a raudales. De Taman Negara a Tioman Island parando a dormir en Mersing.

Dejar la jungla urbanística de Kuala Lumpur y adentrarse en la jungla natural del Taman Negara y en las remotas y desiertas playas de la Isla de Tioman nos ha permitido comprobar la variedad de destinos y parajes sobrecogedores que tiene esta parte de Malasia en sólo un par de semanas.


Truly Asia” pregona el anuncio publicitario del que puede ser el país más rico del Sudeste Asiático, y se podría decir que sí que es verdadermente asiático en lo que a naturaleza se refiere: junglas frondosas cargadas de árboles centenarios, bichos por un tubo, mariposas, gigantes lagartos al estilo dragón de Komodo, sanguijuelas chupasangre, playas de aguas cristalinas en las que no hay nadie salvo tú y un grupo de monos planeando levantarte la bolsa de basura. Sin embargo, no hemos tenido la suerte de encontrar la esencia de los mercados, sus olores, colores, sabores y texturas, ni la aventura de los viajes en autobuses desconchados por el paso del tiempo que puedes encontrar en Laos o en Camboya. Aquí la modernidad atropella y eso siempre le quita un poco de esencia al vagar con la mochila a cuestas. Te sientes parte de un viaje de verano de quice días. Se mira más a New York City que a Pekín. Viajar en autobuses del siglo XXI, alimentarse a base de hamburguesas, ver McDonalds y KFC por doquier o sufrir las iluminaciones de los jóvenes scooteros en cuanto a horterismo se refiere, le otorgan a lo que conocemos de Malasia una gilipollez muy parecida a la que estamos acostumbrados en occidente.


Dejamos Kuala Lumpur con la intención de ver numerosos animales en la que por aquí destacan como la jungla tropical más antigua del mundo, Taman Negara, de unos 130 millones de años. Cuando llevas unos días en Malasia es fácil darse cuenta de que siempre tienen la jungla más antigua del planeta, el edificio más alto de la urbe más espectacular, el parque con más árboles y con más viejos por metro cuadrado jugando al dominó, el restaurante de comida rápida más petado de chavales con camisetas de fútbol, la torre de comunicación más parecida a una aeronave de la Guerra de las Galaxias... todo es lo más de lo más a nivel mundial; sólo hace falta investigar un poco para darte cuenta de que, aunque tienen atracciones con mucha solera turísitca y no exentas de atractivo, no son para nada como las cañas del Maroti o las croquetas pucelanas.



Animales vimos, no muchos, pero allí estaban. Ninguno de gran tamaño ni peligrosidad. Nada de elefantes ni tigres. El primero fue un jabalí (un cerdo salvaje, algo difícil de encontrar según la opinión de los lugareños), le siguieron murciélagos del tamaño de cometas y pájaros de muchos colores y melodías, lagartos medianos (como la papada de la duquesa de Alba), oscuros y de rápidos movimientos (todo lo contrario que la duquesa, que es pálida y de movimiento y hablar pausado), pero sobre todo lo que vimos y sufrimos fueron las sanguijuelas. Te chupan la sangre sin que te des cuenta, ya que justo antes de engancharse a tu piel liberan una anestesia que les permite trabajar con total tranquilidad. Isa las apadrinó en exceso. En uno de las caminatas no paraba de quitárselas de los pies y las pantorrillas. Al final les cogió cariño y, como nos habían dicho que son buenas para regenerar sangre, acabó jugueteando con ellas poniéndoselas por las piernas.


Los paseos fueron largos, de dificultad media (como dirían las guías de trekking) y muy sudados. La humedad era altísima, la cantidad de plantas, árboles y arbustos tremenda. Lianas y raíces con hongos de coloridos sombreros a cada paso. Doradas hojas de árboles caídas de tamaño DIN-A3. La espesura no te dejaba ver más de tres o cuatro metros. Se oían numerosos e intrigantes ruidos. A cada paso parabas para escudriñar los alrededores. El Taman Negara es una jungla muy frondosa y no necesitas alejarte mucho del comienzo del parque natural para darte cuenta. Nos pegamos dos caminatas de aúpa; caminamos unas diez horas en total. La tranquilidad y la paz de lugar, que sólo se ven alteradas por el rugir de alguna que otra barca a motor río arriba o río abajo, te hacen sentir parte de tan densa vegetación. Caminar por la jungla no es tarea fácil, aunque los caminos están marcados y señalizados muy bien, aquí no se cumple lo de “el ser humano camina a 5 km/h”, ni de coña -nos lo avisó Bobdung, un simpático aventurero polaco-australiano con el que nos cruzamos y charlamos un par de veces-. Los metros transcurren lentos. Subir a 344 metros parece la ascensión al Everest. Sudas como un pollo. No necesitas moverte mucho para estar empapado y con ganas de beberte un barril de birra helada.




El lugar donde pasamos las dos noches tenía muchos más animales visibles que la jungla en sí. Las hormigas eran residentes de larga duración, las avispas -que caían como moscas en las fauces del ventilador- eran presa fácil para todo tipo de insectos una vez agonizaban en el suelo, los gatos hacían de los dormitorios su parque de atracciones particular, despertándote por la mañana con sus saltos y carreras. La limpieza del baño insuperable, como todo en Malasia. Insuperable superar la cantidad de días acumulados sin pasarle un estropajo. Insuperable su hedor nocturno. Insuperable su escasa iluminación. Menos mal que los colchones estaban libres de garrapatas, las camas tenían mosquitera y en la terraza había una guitarra. Rippi Backpackers se llama el lugar, a no ser que quieras tener la misma cantidad de bichos que en el parque natural, mejor que no lo pises.



Después de la jungla llegaron las playas de la Isla de Tiomán. Un banco de pequeños peces con varias barracudas alrededor, nadando en un mar de aguas cristalinas, fue lo primero que vimos tras desembarcar en el embarcadero de Air Batang (ABC), penúltima de las paradas que hace el ferry proveniente de Mersing. ¡Ah... hablando de Mersing, casi me dejo en la cuneta la divertida noche que pasamos allí! Desde la jungla tropical del Taman Negara, tuvimos que enganchar tres autobuses para llegar. Primero fuimos a Jerantut, después paramos en una ciudad llamada Kuantan y tres horas después pillamos otro autobús con destino final en Mersing, pequeño pueblo en el que cogeríamos el ferry hacia Tioman. En Kuantan coincidimos con una simpática escocesa, llamada Blear, que nos acompañaría hasta Tioman y que junto a Isa fue protagonista de la noche mersingniana.


Llegamos tarde, a eso de las 23:00. De nuevo teníamos todas las de perder en cuanto a alojamiento se refiere. A pesar de lo moderno, de momento en Malasia la calidad de los hostales deja bastante que desear. En fin, llegamos tarde, a un pueblo oscuro, y siguiendo los consejos de la guía de viajes que tenía la escocesa, acabamos en una pensión de mochileros (Omar Backpackers) que era muy conveniente si pensabas coger el ferry a la mañana siguiente. Cuando llegamos allí, no había nadie atendiendo al personal. Subimos una escalera oscura, angosta y con olor a humedad, nos movíamos sigilosamente, ¡no vaya a ser que estén todos durmiendo y demos el cante!, susurramos unos cuantos holas, y nada, allí no había nadie. A duras penas encontramos el interruptor de la luz cuando de repente se abre una puerta y aparece un un francés malhumarado con grandes gafas de pasta, que vestía con camiseta ajustada de finas rayas azules y blancas y unos gallumbos negros, diciéndonos que ya es muy tarde para encender la luz. El señorito estaba intentando dormir y le habíamos frustado sus intenciones. Vimos un cartelito que decía: “Si no estoy aquí cuando llegues, coge una cama vacía y duerme. Mañana ya pagarás y rellenaremos el check-in. Omar.”. Leído y entendido. Nos metimos en un lúgubre dormitorio con dos literas y dos camas individuales, aparentemente vacío. Dejamos nuestras mochilas sobre las camas escogidas y volvimos a salir a la calle en busca de algo de comida.


Para nuestra sorpresa, cuando volvimos a eso de la una de la mañana del barato restaurante indio, la puerta de entrada estaba cerrada con llave. El dueño habría estado en la pensión y no se habría percatado de que tenía tres mochilas sin dueño tumbadas en una de las habitaciones. Tocamos la puerta sutilmente. Después con algo más de intención. Mientras yo intentaba telefonear, Isa y Blear tiraban la puerta abajo a base de consistenetes y continuos puñetazos. Por lo visto apareció de nuevo el francés, esta vez sin gafas, pero doblemente malhumorado echando pestes por la boca: “esto es el colmo, es la segunda vez que me despertáis, ya está bien”. Tras estos veinte minutos de tensión leve llegaría la “constant tension” real, esa que se te mete en el cuerpo y es difícil sacudírsela.


La habitación seguía en el mismo sitio, igual de fúnebre que tras la primera visita. Las mochilas no se habían movido. Había algo que intimidaba allí dentro, pero no sabíamos muy bien qué era. Quizá un pasado siniestro. Quizá era porque el viejo ventanal de madera sin barnizar estaba completamente abierto. Cada vez estábamos más cerca de descubrirlo.


Cuando nos tiramos en nuestros colchones, y tras decidir a que hora intentaríamos despertarnos, empezó el festival. Apagué la luz y, ya con las dos marmotas a punto de dormirse, veinte segundos después noté algo que revoloteaba por mi cuello. Un pequeño bichito incordiaba sin ningún reparo rondándome la oreja. Lo enganché enseguida, y con rabia, lo aplasté entre mis dedos. “¡Y para más inri sin mosquitera!”, pensé inocentemente. Segundos más tarde sentí amiguitos por mis espinillas, encendí mi linterna e intenté ver si había algo alejado de lo normal. Me pareció ver algo saltando de aquí para allá, pero no me lo quise creer. Tenía un sueño del carajo y una noche de descanso no me la iba a quitar nadie. Diez segundos después llegó el golpe de gracia: me empezó a picar un huevo, el izquiero para ser más exactos, me eché la mano al bajo vientre y enganché otro bicho. Esta vez no lo aplasté como al que pillé de excursión por mi cuello. Esperé. Esta vez agarré la linterna y miré qué era. Entre mis yemas una oscura garrapata pedía auxilio con un apagado chillido... ¡valiente hija de puta! Volví a encender la linterna y apunté en dirección a la sábana, de repente un ejercito de garrapatas, chinches, pulgas y demás mierdas estaban disfrutando de la hora del recreo sobre mi cama -ahora mismo, mientras escribo esto, no puedo parar de rascarme al recordar tal momento-. Allí no había quién durmiera, así que recogí mis cosas y me fui a dormir a la iluminada cocina. Dejé allí dentro a Isa y a la escocesa, las cuales pasarían toda la noche allí dentro durmiendo como auténticas superheroínas, retando al mal. Catwoman a su lado era una principiante.


Ya en la cocina eran casi las tres de la mañana, pensé que Cortázar haría olvidarme de tanto bicho malnacido y empecé a leer. No habían pasado ni diez minutos cuando ya tenía un cementerio de garrapatas sobre la mesa de la cocina. Por suerte, el restaurante indio donde habíamos cenado, que se podía ver desde la ventana de la cocina, estaba abierto 24 horas. No lo dudé ni un instante y me fui a pasar la noche oliendo roti y curry. Seguro que cualquier personaje indio iba a ser mejor que el ejército garrapatero que inundaba la pensión Omar. Cogí mi libro, el portátil y me borré. Isa y Blear se quedaron roncando en su asqueroso dormitorio.


Por un momento dudé si había sido un marica, si no había aguantado nada, si me había obsesionado en exceso al encontrar una garrapata mordisqueándome el huevo izquierdo. Quizá ellas dos no tuvieron tanta mala suerte y sus camas estaban limpias de insectos. ¿Me arrepentiría de haberme marchado?


Cuando aparecieron por el restaurante el reloj marcaba las ocho y media de la mañana. Me moría por escuchar cómo les había ido la noche. No me hizo falta escuchar nada. La escocesa estaba más roja de lo normal. En los brazos y en el cuello tenía tantas picaduras como poros en la piel. No paraba de rascarse violenta e impulsivamente. Parecía un grano. Ya de por si era de color rosado, pero en ese momento era como una tortilla de chorizo con ojos azules y pelo rubio. Picaduras por todas partes. Isa, por su parte, sólo había sufrido paseos sin mordisqueos.


Lo mejor de todo fue que antes de salir de la pensión se habían cruzado con el dueño y éste les había dicho que cómo coño habían pasado la noche en ese dormitorio. “Está listo para ser fumigado, tiene una plaga terrible de garrapatas”. ¡Cagüen la leche!... y las dos elementas durmieron allí sin dudarlo y a pierna suelta... ¡Qué cojones tiene la raza femenina! Cómo estaría la habitación que el dueño ni siquiera les cobró.


Nunca me alegraré tanto de haber estado una noche sin dormir, con un par de cafés en el cuerpo, rodeado de indios insomnes, y con Julio Cortázar amenizándome el espectáculo.


Después llegaría el paraíso de la Isla de Tiomán. Todo lo que se puede esperar de una isla de postal durante una semana. Todo.



Ahora Melaka y pronto Indonesia.