jueves, 8 de septiembre de 2011

Vida salvaje a raudales. De Taman Negara a Tioman Island parando a dormir en Mersing.

Dejar la jungla urbanística de Kuala Lumpur y adentrarse en la jungla natural del Taman Negara y en las remotas y desiertas playas de la Isla de Tioman nos ha permitido comprobar la variedad de destinos y parajes sobrecogedores que tiene esta parte de Malasia en sólo un par de semanas.


Truly Asia” pregona el anuncio publicitario del que puede ser el país más rico del Sudeste Asiático, y se podría decir que sí que es verdadermente asiático en lo que a naturaleza se refiere: junglas frondosas cargadas de árboles centenarios, bichos por un tubo, mariposas, gigantes lagartos al estilo dragón de Komodo, sanguijuelas chupasangre, playas de aguas cristalinas en las que no hay nadie salvo tú y un grupo de monos planeando levantarte la bolsa de basura. Sin embargo, no hemos tenido la suerte de encontrar la esencia de los mercados, sus olores, colores, sabores y texturas, ni la aventura de los viajes en autobuses desconchados por el paso del tiempo que puedes encontrar en Laos o en Camboya. Aquí la modernidad atropella y eso siempre le quita un poco de esencia al vagar con la mochila a cuestas. Te sientes parte de un viaje de verano de quice días. Se mira más a New York City que a Pekín. Viajar en autobuses del siglo XXI, alimentarse a base de hamburguesas, ver McDonalds y KFC por doquier o sufrir las iluminaciones de los jóvenes scooteros en cuanto a horterismo se refiere, le otorgan a lo que conocemos de Malasia una gilipollez muy parecida a la que estamos acostumbrados en occidente.


Dejamos Kuala Lumpur con la intención de ver numerosos animales en la que por aquí destacan como la jungla tropical más antigua del mundo, Taman Negara, de unos 130 millones de años. Cuando llevas unos días en Malasia es fácil darse cuenta de que siempre tienen la jungla más antigua del planeta, el edificio más alto de la urbe más espectacular, el parque con más árboles y con más viejos por metro cuadrado jugando al dominó, el restaurante de comida rápida más petado de chavales con camisetas de fútbol, la torre de comunicación más parecida a una aeronave de la Guerra de las Galaxias... todo es lo más de lo más a nivel mundial; sólo hace falta investigar un poco para darte cuenta de que, aunque tienen atracciones con mucha solera turísitca y no exentas de atractivo, no son para nada como las cañas del Maroti o las croquetas pucelanas.



Animales vimos, no muchos, pero allí estaban. Ninguno de gran tamaño ni peligrosidad. Nada de elefantes ni tigres. El primero fue un jabalí (un cerdo salvaje, algo difícil de encontrar según la opinión de los lugareños), le siguieron murciélagos del tamaño de cometas y pájaros de muchos colores y melodías, lagartos medianos (como la papada de la duquesa de Alba), oscuros y de rápidos movimientos (todo lo contrario que la duquesa, que es pálida y de movimiento y hablar pausado), pero sobre todo lo que vimos y sufrimos fueron las sanguijuelas. Te chupan la sangre sin que te des cuenta, ya que justo antes de engancharse a tu piel liberan una anestesia que les permite trabajar con total tranquilidad. Isa las apadrinó en exceso. En uno de las caminatas no paraba de quitárselas de los pies y las pantorrillas. Al final les cogió cariño y, como nos habían dicho que son buenas para regenerar sangre, acabó jugueteando con ellas poniéndoselas por las piernas.


Los paseos fueron largos, de dificultad media (como dirían las guías de trekking) y muy sudados. La humedad era altísima, la cantidad de plantas, árboles y arbustos tremenda. Lianas y raíces con hongos de coloridos sombreros a cada paso. Doradas hojas de árboles caídas de tamaño DIN-A3. La espesura no te dejaba ver más de tres o cuatro metros. Se oían numerosos e intrigantes ruidos. A cada paso parabas para escudriñar los alrededores. El Taman Negara es una jungla muy frondosa y no necesitas alejarte mucho del comienzo del parque natural para darte cuenta. Nos pegamos dos caminatas de aúpa; caminamos unas diez horas en total. La tranquilidad y la paz de lugar, que sólo se ven alteradas por el rugir de alguna que otra barca a motor río arriba o río abajo, te hacen sentir parte de tan densa vegetación. Caminar por la jungla no es tarea fácil, aunque los caminos están marcados y señalizados muy bien, aquí no se cumple lo de “el ser humano camina a 5 km/h”, ni de coña -nos lo avisó Bobdung, un simpático aventurero polaco-australiano con el que nos cruzamos y charlamos un par de veces-. Los metros transcurren lentos. Subir a 344 metros parece la ascensión al Everest. Sudas como un pollo. No necesitas moverte mucho para estar empapado y con ganas de beberte un barril de birra helada.




El lugar donde pasamos las dos noches tenía muchos más animales visibles que la jungla en sí. Las hormigas eran residentes de larga duración, las avispas -que caían como moscas en las fauces del ventilador- eran presa fácil para todo tipo de insectos una vez agonizaban en el suelo, los gatos hacían de los dormitorios su parque de atracciones particular, despertándote por la mañana con sus saltos y carreras. La limpieza del baño insuperable, como todo en Malasia. Insuperable superar la cantidad de días acumulados sin pasarle un estropajo. Insuperable su hedor nocturno. Insuperable su escasa iluminación. Menos mal que los colchones estaban libres de garrapatas, las camas tenían mosquitera y en la terraza había una guitarra. Rippi Backpackers se llama el lugar, a no ser que quieras tener la misma cantidad de bichos que en el parque natural, mejor que no lo pises.



Después de la jungla llegaron las playas de la Isla de Tiomán. Un banco de pequeños peces con varias barracudas alrededor, nadando en un mar de aguas cristalinas, fue lo primero que vimos tras desembarcar en el embarcadero de Air Batang (ABC), penúltima de las paradas que hace el ferry proveniente de Mersing. ¡Ah... hablando de Mersing, casi me dejo en la cuneta la divertida noche que pasamos allí! Desde la jungla tropical del Taman Negara, tuvimos que enganchar tres autobuses para llegar. Primero fuimos a Jerantut, después paramos en una ciudad llamada Kuantan y tres horas después pillamos otro autobús con destino final en Mersing, pequeño pueblo en el que cogeríamos el ferry hacia Tioman. En Kuantan coincidimos con una simpática escocesa, llamada Blear, que nos acompañaría hasta Tioman y que junto a Isa fue protagonista de la noche mersingniana.


Llegamos tarde, a eso de las 23:00. De nuevo teníamos todas las de perder en cuanto a alojamiento se refiere. A pesar de lo moderno, de momento en Malasia la calidad de los hostales deja bastante que desear. En fin, llegamos tarde, a un pueblo oscuro, y siguiendo los consejos de la guía de viajes que tenía la escocesa, acabamos en una pensión de mochileros (Omar Backpackers) que era muy conveniente si pensabas coger el ferry a la mañana siguiente. Cuando llegamos allí, no había nadie atendiendo al personal. Subimos una escalera oscura, angosta y con olor a humedad, nos movíamos sigilosamente, ¡no vaya a ser que estén todos durmiendo y demos el cante!, susurramos unos cuantos holas, y nada, allí no había nadie. A duras penas encontramos el interruptor de la luz cuando de repente se abre una puerta y aparece un un francés malhumarado con grandes gafas de pasta, que vestía con camiseta ajustada de finas rayas azules y blancas y unos gallumbos negros, diciéndonos que ya es muy tarde para encender la luz. El señorito estaba intentando dormir y le habíamos frustado sus intenciones. Vimos un cartelito que decía: “Si no estoy aquí cuando llegues, coge una cama vacía y duerme. Mañana ya pagarás y rellenaremos el check-in. Omar.”. Leído y entendido. Nos metimos en un lúgubre dormitorio con dos literas y dos camas individuales, aparentemente vacío. Dejamos nuestras mochilas sobre las camas escogidas y volvimos a salir a la calle en busca de algo de comida.


Para nuestra sorpresa, cuando volvimos a eso de la una de la mañana del barato restaurante indio, la puerta de entrada estaba cerrada con llave. El dueño habría estado en la pensión y no se habría percatado de que tenía tres mochilas sin dueño tumbadas en una de las habitaciones. Tocamos la puerta sutilmente. Después con algo más de intención. Mientras yo intentaba telefonear, Isa y Blear tiraban la puerta abajo a base de consistenetes y continuos puñetazos. Por lo visto apareció de nuevo el francés, esta vez sin gafas, pero doblemente malhumorado echando pestes por la boca: “esto es el colmo, es la segunda vez que me despertáis, ya está bien”. Tras estos veinte minutos de tensión leve llegaría la “constant tension” real, esa que se te mete en el cuerpo y es difícil sacudírsela.


La habitación seguía en el mismo sitio, igual de fúnebre que tras la primera visita. Las mochilas no se habían movido. Había algo que intimidaba allí dentro, pero no sabíamos muy bien qué era. Quizá un pasado siniestro. Quizá era porque el viejo ventanal de madera sin barnizar estaba completamente abierto. Cada vez estábamos más cerca de descubrirlo.


Cuando nos tiramos en nuestros colchones, y tras decidir a que hora intentaríamos despertarnos, empezó el festival. Apagué la luz y, ya con las dos marmotas a punto de dormirse, veinte segundos después noté algo que revoloteaba por mi cuello. Un pequeño bichito incordiaba sin ningún reparo rondándome la oreja. Lo enganché enseguida, y con rabia, lo aplasté entre mis dedos. “¡Y para más inri sin mosquitera!”, pensé inocentemente. Segundos más tarde sentí amiguitos por mis espinillas, encendí mi linterna e intenté ver si había algo alejado de lo normal. Me pareció ver algo saltando de aquí para allá, pero no me lo quise creer. Tenía un sueño del carajo y una noche de descanso no me la iba a quitar nadie. Diez segundos después llegó el golpe de gracia: me empezó a picar un huevo, el izquiero para ser más exactos, me eché la mano al bajo vientre y enganché otro bicho. Esta vez no lo aplasté como al que pillé de excursión por mi cuello. Esperé. Esta vez agarré la linterna y miré qué era. Entre mis yemas una oscura garrapata pedía auxilio con un apagado chillido... ¡valiente hija de puta! Volví a encender la linterna y apunté en dirección a la sábana, de repente un ejercito de garrapatas, chinches, pulgas y demás mierdas estaban disfrutando de la hora del recreo sobre mi cama -ahora mismo, mientras escribo esto, no puedo parar de rascarme al recordar tal momento-. Allí no había quién durmiera, así que recogí mis cosas y me fui a dormir a la iluminada cocina. Dejé allí dentro a Isa y a la escocesa, las cuales pasarían toda la noche allí dentro durmiendo como auténticas superheroínas, retando al mal. Catwoman a su lado era una principiante.


Ya en la cocina eran casi las tres de la mañana, pensé que Cortázar haría olvidarme de tanto bicho malnacido y empecé a leer. No habían pasado ni diez minutos cuando ya tenía un cementerio de garrapatas sobre la mesa de la cocina. Por suerte, el restaurante indio donde habíamos cenado, que se podía ver desde la ventana de la cocina, estaba abierto 24 horas. No lo dudé ni un instante y me fui a pasar la noche oliendo roti y curry. Seguro que cualquier personaje indio iba a ser mejor que el ejército garrapatero que inundaba la pensión Omar. Cogí mi libro, el portátil y me borré. Isa y Blear se quedaron roncando en su asqueroso dormitorio.


Por un momento dudé si había sido un marica, si no había aguantado nada, si me había obsesionado en exceso al encontrar una garrapata mordisqueándome el huevo izquierdo. Quizá ellas dos no tuvieron tanta mala suerte y sus camas estaban limpias de insectos. ¿Me arrepentiría de haberme marchado?


Cuando aparecieron por el restaurante el reloj marcaba las ocho y media de la mañana. Me moría por escuchar cómo les había ido la noche. No me hizo falta escuchar nada. La escocesa estaba más roja de lo normal. En los brazos y en el cuello tenía tantas picaduras como poros en la piel. No paraba de rascarse violenta e impulsivamente. Parecía un grano. Ya de por si era de color rosado, pero en ese momento era como una tortilla de chorizo con ojos azules y pelo rubio. Picaduras por todas partes. Isa, por su parte, sólo había sufrido paseos sin mordisqueos.


Lo mejor de todo fue que antes de salir de la pensión se habían cruzado con el dueño y éste les había dicho que cómo coño habían pasado la noche en ese dormitorio. “Está listo para ser fumigado, tiene una plaga terrible de garrapatas”. ¡Cagüen la leche!... y las dos elementas durmieron allí sin dudarlo y a pierna suelta... ¡Qué cojones tiene la raza femenina! Cómo estaría la habitación que el dueño ni siquiera les cobró.


Nunca me alegraré tanto de haber estado una noche sin dormir, con un par de cafés en el cuerpo, rodeado de indios insomnes, y con Julio Cortázar amenizándome el espectáculo.


Después llegaría el paraíso de la Isla de Tiomán. Todo lo que se puede esperar de una isla de postal durante una semana. Todo.



Ahora Melaka y pronto Indonesia.

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