martes, 13 de diciembre de 2011

Hampi, Hospet, Tirupati, Tirumala, Mamallapuram


6:45. Canta Luz Casal en el despertador y a duras penas desenfundamos los ojos.  Nos esperan más de doce horas de viaje por delante, dirección sureste, desde la histórica Hampi hasta la sagrada Tirupati. Nos tumbaremos en un tren a las 9 de la mañana y no saldremos de él hasta pasadas las 10 de la noche (si se cumplen los horarios previstos).




Otro de los muchos aspectos positivos que tiene Hampi, aparte de su sosiego, de sus gloriosos templos, de sus preciosas callejuelas y de sus afables lugareños, es que está muy bien comunicado con Hospet, ciudad donde se encuentra la estación de tren desde donde empezaremos nuestra ruta. No es ni una hora de viaje en bus o en ricksaw, pero hay tiempo suficiente para el entretenimiento cotidiano, para ver a las mujeres azotando la ropa limpia en los ghats del río, para ver a los niños muy bien uniformados y requetepeinados encaminarse descalzos a la escuela, para ver a los vendedores ambulantes montando el chiringuito para el que será otro día más de curro o para ver a las vacas desperezarse, forzadas por el tráfico a terminar el descanso, forzadas a un nuevo día buscando algún resquicio de hierba comestible o alguna que otra bolsa de plástico con sabor a masala


Frente a la estación se nos presentan dos pequeñas estudiantes. Manejan a la perfección el “what's your name?”, el “where you from?”, el “have a happy journey!”. Entre risas y petición de fotos nos desean un buen viaje. Ya en el andén nos comemos unos plátanos, nos tomamos un té con galletas y vemos desaparecer la última bocanada de humo al mismo tiempo que el tren hace su entrada en la estación dejando un rastro de olores inimaginables. Montados en nuestro vagón nos echamos en nuestra cama y nos preparamos para volver a conciliar el sueño, para retomarlo justo donde lo habíamos dejado a las 6:45. Por suerte tenemos unos compañeros marmotas que no paran de dormir y que no se alteran con nuestra llegada. Después, una vez despiertos nos contemplarán descansar hasta que abramos los ojos. Si hay algo que le gusta hacer a los indios es contemplarte. Ya estés en un restaurante, mirando un mapa, esperando al autobús o bebiéndote un refresco, siempre tendrás los ojos clavados de aquellos que están a tu alrededor. Serás como un extraterrestre, como una estrella de Hollywood en pelotas en medio de la calle, todos los ojos pendientes de ti.

Nos despiertan los reclamos de los vendedores de pasillo, esos que en cada parada conquistan los vagones del tren y lo tiñen con sus brillantes colores y sus incitadores olores. Samosas, agua, meals, cold drinks, arroz inflado picante, biryanis... Puedes conseguir casi de todo en un tren indio, son un restaurante andante, una ciudad que no para de moverse. Una anciana de piel curtida por el sol y por los años, de largo pelo blanco y con un llamativo sari azul y amarillo por el que deja entrever su enorme barrigota, vende naranjas. Otro señor, que también peina canas, inunda el vagón con su grave y monótona voz a base de  “chai, chai, chai”. Un niño delgaducho se acerca con su bandeja llena de refrescos y botellas de agua al son de “cold drinks, water”. Mientras todo este maremágnum de personas va de un lado a otro del pasillo vociferando y cargados con grandes cestos, un hombre se afana en barrer el pasillo con una rústica escoba hecha a base de ramas secas, en cuclillas, con una multitud de rodillas rozándole la cabeza y sin olvidarse, por supuesto, de ofrecer su palma de la mano en cada compartimento en espera de algún que otro Rupi.



Así transcurren las horas hasta el final del trayecto, lentamente, entre tés y cabezadas, entre samosas y chiles fritos, contemplando los secos paisajes, el atardecer, la luna llena, jugando al parchís con dos niños, de cháchara con los vecinos de compartimento, que  han estado dormitando casi todo el día y que también van a Tirupati, uno de los lugares sagrados para los hindúes. Se supone que es uno de los cinco sitios donde Vishnu, el dios preservador, pasó alguno de sus días, así que podría ser considerado como una 'meca' del hinduismo.

Si algo te marca de la India es ver cómo se desviven por sus dioses, cómo cuidan su espíritu, cómo preparan su cuerpo para una placentera reencarnación, cómo recorren miles de kilómetros para acudir a una de las ciudades sagradas, cómo esperan, tostándose al sol en multitudinarias filas durante más de seis horas, para ver una estatuilla de madera llena de flores, cómo pagan un quinto de su pobre salario para recibir una bendición o cómo se afeitan las cabezas para deshacerse de su ego o para dar las gracias por los deseos cumplidos. Visitar la ciudad sagrada de Tirumala, sus templos, su museo y sus alrededores, ver tal cantidad de peregrinos, verles cantar y danzar, es una experiencia única, aunque a veces te dé la sensación de estar en la fiesta de disfraces anual del psiquiátrico de Carabanchel.


Desde Tirupati pusimos rumbo a Mamalapuram, un pequeño pueblo de la costa este, a cinco horas de estresante viaje en autobús. Por cinco euros al día encontramos un apartamento a escasos metros de la playa. Ahora nos toca a nosotros disfrutar de nuestra semana de peregrinación particular: de la cama a la playa, de la playa al bar, del bar al salón, del salón a la playa, de la playa al restaurante... ¡qué falta de espiritualidad, por dios!



miércoles, 7 de diciembre de 2011

Gandulindia. Tres semanas, diez destinos, cinco sentidos.



Llegamos a Mumbai preparados para la acción. En la India uno se saca el Carné de Viajero y después de ocho meses de oposiciones, ya era hora de afrontar los exámenes definitivos. Han pasado veintitantos días y todavía no tengo claro cómo empezar a escribir. ¿Serán las ruinas? ¿Será el tráfico? ¿Serán las vacas? ¿Serán las samosas? ¿Me habré quedado en blanco para siempre?

En el devenir de los Cinco Sentidos la Vista no quiere dormir, el Oído quiere huir de las grandes ciudades, el Tacto acumula capas de polvo, el Olfato no tiene por dónde escapar y el Gusto se ríe de los apuros de sus cuatro compañeros gozando de un amanecer glorioso en cada almuerzo.  

Llegó la Vista a Mumbai.  A pocos metros de altura, montada en el avión, mirando por la ventana, piensa si va a aterrizar en una pista de aeropuerto o sobre los slums de la ciudad. El 60% de la población vive en las afueras, la mayoría en condiciones precarias, sin sueldos, ni seguridad, ni fin de semana. Los que viven en los alrededores del aeropuerto comparten pared con el muro que lo delimita. En el centro de la ciudad la realidad es distinta. Aunque no deja de ver pobreza en cada acera, en cada persona que pernocta bajo los soportales, los edificios no están hechos a base de placas de plástico o techos de uralita, en el centro los edificios tienen las alacenas llenas de historia,  tienen un porte impresionante y una belleza sultánica-británica espectacular. Los parajes históricos, las ruinas arqueológicas, las pequeñas villas costeras y los edenes de la naturaleza, alejados de las grandes poblaciones, devuelven a la Vista el pasado y la paz que es más difícil encontrar en las comerciales urbes indias. Ellora, Bidar y Hampi fueron un viaje al pasado memorable que todavía recuerda al cerrar los ojos. Al igual que recuerda la facilidad con que las vacas se comen las bolsas de plástico o los trozos de cartón.


En su vagar sonoro, el Oído tuvo una dura prueba en la megaciudad, se quedó atontado de tanto pitido, de tanto frenazo, de tanto  vociferar, de tanto graznido de cuervo. En las ciudades posteriores también echó horas extras. Nasik, Aurangabad, Hyderabad, Bijapur y Kolhapur le dejaron rendido. Empezó a pensar que desfallecería, no estaba acostumbrado a estar metido en un túnel de ruido 16 horas al día. Decidió actuar y se fue a la playa. Allí volvió a disfrutar del estado de bienestar que le había brindado gran parte del Sudeste Asiático. Las olas del mar, el viento procedente del infinito azul sobre las suaves y secas colinas, pájaros agraciados plantándole cara a los negros cuervos, pedales oxidados, las cubiertas de los gastados neumáticos sobre las mal alfaltadas calles, percusión espiritual y estribillos amantrados le hicieron olvidar los momentos difíciles y empezó a pensar que tenía razón cuando decía que estaba seguro de que otra India era posible.  

Al Tacto nunca le habían cuidado tanto. De hecho ha agradecido públicamente el trato que está recibiendo dadas las arduas jornadas que está acarreando. En su twitter ha publicado que “no es para menos, en mi puta vida había tenido tantas capas de polvo. Yo con una o dos me apañaba, pero acumular cinco capas de polvo al día no estaba en mis planes. Normal que me laven tanto las manos y que me duchen dos o tres veces al día, y que me dediquen más tiempo que nunca por detrás de las orejas... ¡si hasta me frotan los pies en cada ducha! Sólo he estado en dos habitaciones en donde el polvo  no sea el jefe, joder, y sólo he estado en un par de pueblos donde el humo me deje transpirar a mi aire, los baños en los que he podido tocar el cubito de agua que hace las labores de cadena sin morirme del jodido asco los cuento con los pulgares de mi mano derecha (no hablo de los baños públicos en las estaciones de bus o tren, ahí no toco nada de nada). Sólo espero que a mi regidor no se le peguen las costumbres indias o perroflauteras, que siga tratándome así de bien, no quiero verme pisando baños asquerosos sin mis inseparables sandalias”.

“Mariconadas”. Esa es la palabra que más veces se ha pasado por la cabeza del Olfato. “¿De qué cojones se quejan mis compañeros si viven en la gloria? Les cambiaba el puesto ya mismo”. El Olfato está siendo sin duda alguna al que le ha tocado un examinador más cabrón. Primero le metía piedrecitas negras y pegajosas en las fosas nasales, después, por el poco espacio que le quedaba en los orificios, le hacía respirar humo añejo de taxi, de autobús, de scooter. Más tarde le preparaba montañitas de basura, las prendía y le hacía pasar por encima de la densa humareda blanca. Después recolectaba cacotas de vaca, recientitas, calientes, del tamaño de una alcantarilla y minaba las aceras de las calles. Le arrojaba enormes nubes de polvo que ninguna mascarilla era capaz de evitar. Por último le hizo pasar una noche  de tren rodeado de pedos, eructos y calcetines con halitosis. Por fin, y por suerte, en los pueblos costeros y en las ruinas arqueológicas el Olfato ha podido relajarse levemente, sólo levemente. Aunque su examinador, ocioso la mayoría del tiempo en la playa o de templo en templo, no le ha dado tanto la lata, podía sorprenderle en cualquier doblar de esquina, en cualquier desagüe, en cualquier vaca con diarrea.    

Y ahora le toca al Gusto, ¿qué decir del Gusto, del Adalid de los Cinco Sentidos? Aquí descubro que me vuelvo a quedar en blanco.