6:45. Canta Luz Casal en el despertador y a duras penas desenfundamos los ojos. Nos esperan más de doce horas de viaje por delante, dirección sureste, desde la histórica Hampi hasta la sagrada Tirupati. Nos tumbaremos en un tren a las 9 de la mañana y no saldremos de él hasta pasadas las 10 de la noche (si se cumplen los horarios previstos).
Otro de los muchos aspectos positivos que tiene Hampi, aparte de su sosiego, de sus gloriosos templos, de sus preciosas callejuelas y de sus afables lugareños, es que está muy bien comunicado con Hospet, ciudad donde se encuentra la estación de tren desde donde empezaremos nuestra ruta. No es ni una hora de viaje en bus o en ricksaw, pero hay tiempo suficiente para el entretenimiento cotidiano, para ver a las mujeres azotando la ropa limpia en los ghats del río, para ver a los niños muy bien uniformados y requetepeinados encaminarse descalzos a la escuela, para ver a los vendedores ambulantes montando el chiringuito para el que será otro día más de curro o para ver a las vacas desperezarse, forzadas por el tráfico a terminar el descanso, forzadas a un nuevo día buscando algún resquicio de hierba comestible o alguna que otra bolsa de plástico con sabor a masala.
Frente a la estación se nos presentan dos pequeñas estudiantes. Manejan a la perfección el “what's your name?”, el “where you from?”, el “have a happy journey!”. Entre risas y petición de fotos nos desean un buen viaje. Ya en el andén nos comemos unos plátanos, nos tomamos un té con galletas y vemos desaparecer la última bocanada de humo al mismo tiempo que el tren hace su entrada en la estación dejando un rastro de olores inimaginables. Montados en nuestro vagón nos echamos en nuestra cama y nos preparamos para volver a conciliar el sueño, para retomarlo justo donde lo habíamos dejado a las 6:45. Por suerte tenemos unos compañeros marmotas que no paran de dormir y que no se alteran con nuestra llegada. Después, una vez despiertos nos contemplarán descansar hasta que abramos los ojos. Si hay algo que le gusta hacer a los indios es contemplarte. Ya estés en un restaurante, mirando un mapa, esperando al autobús o bebiéndote un refresco, siempre tendrás los ojos clavados de aquellos que están a tu alrededor. Serás como un extraterrestre, como una estrella de Hollywood en pelotas en medio de la calle, todos los ojos pendientes de ti.
Nos despiertan los reclamos de los vendedores de pasillo, esos que en cada parada conquistan los vagones del tren y lo tiñen con sus brillantes colores y sus incitadores olores. Samosas, agua, meals, cold drinks, arroz inflado picante, biryanis... Puedes conseguir casi de todo en un tren indio, son un restaurante andante, una ciudad que no para de moverse. Una anciana de piel curtida por el sol y por los años, de largo pelo blanco y con un llamativo sari azul y amarillo por el que deja entrever su enorme barrigota, vende naranjas. Otro señor, que también peina canas, inunda el vagón con su grave y monótona voz a base de “chai, chai, chai”. Un niño delgaducho se acerca con su bandeja llena de refrescos y botellas de agua al son de “cold drinks, water”. Mientras todo este maremágnum de personas va de un lado a otro del pasillo vociferando y cargados con grandes cestos, un hombre se afana en barrer el pasillo con una rústica escoba hecha a base de ramas secas, en cuclillas, con una multitud de rodillas rozándole la cabeza y sin olvidarse, por supuesto, de ofrecer su palma de la mano en cada compartimento en espera de algún que otro Rupi.
Así transcurren las horas hasta el final del trayecto, lentamente, entre tés y cabezadas, entre samosas y chiles fritos, contemplando los secos paisajes, el atardecer, la luna llena, jugando al parchís con dos niños, de cháchara con los vecinos de compartimento, que han estado dormitando casi todo el día y que también van a Tirupati, uno de los lugares sagrados para los hindúes. Se supone que es uno de los cinco sitios donde Vishnu, el dios preservador, pasó alguno de sus días, así que podría ser considerado como una 'meca' del hinduismo.
Si algo te marca de la India es ver cómo se desviven por sus dioses, cómo cuidan su espíritu, cómo preparan su cuerpo para una placentera reencarnación, cómo recorren miles de kilómetros para acudir a una de las ciudades sagradas, cómo esperan, tostándose al sol en multitudinarias filas durante más de seis horas, para ver una estatuilla de madera llena de flores, cómo pagan un quinto de su pobre salario para recibir una bendición o cómo se afeitan las cabezas para deshacerse de su ego o para dar las gracias por los deseos cumplidos. Visitar la ciudad sagrada de Tirumala, sus templos, su museo y sus alrededores, ver tal cantidad de peregrinos, verles cantar y danzar, es una experiencia única, aunque a veces te dé la sensación de estar en la fiesta de disfraces anual del psiquiátrico de Carabanchel.
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