Llegamos a Mumbai preparados para la acción. En la India uno se saca el Carné de Viajero y después de ocho meses de oposiciones, ya era hora de afrontar los exámenes definitivos. Han pasado veintitantos días y todavía no tengo claro cómo empezar a escribir. ¿Serán las ruinas? ¿Será el tráfico? ¿Serán las vacas? ¿Serán las samosas? ¿Me habré quedado en blanco para siempre?
En el devenir de los Cinco Sentidos la Vista no quiere dormir, el Oído quiere huir de las grandes ciudades, el Tacto acumula capas de polvo, el Olfato no tiene por dónde escapar y el Gusto se ríe de los apuros de sus cuatro compañeros gozando de un amanecer glorioso en cada almuerzo.
Llegó la Vista a Mumbai. A pocos metros de altura, montada en el avión, mirando por la ventana, piensa si va a aterrizar en una pista de aeropuerto o sobre los slums de la ciudad. El 60% de la población vive en las afueras, la mayoría en condiciones precarias, sin sueldos, ni seguridad, ni fin de semana. Los que viven en los alrededores del aeropuerto comparten pared con el muro que lo delimita. En el centro de la ciudad la realidad es distinta. Aunque no deja de ver pobreza en cada acera, en cada persona que pernocta bajo los soportales, los edificios no están hechos a base de placas de plástico o techos de uralita, en el centro los edificios tienen las alacenas llenas de historia, tienen un porte impresionante y una belleza sultánica-británica espectacular. Los parajes históricos, las ruinas arqueológicas, las pequeñas villas costeras y los edenes de la naturaleza, alejados de las grandes poblaciones, devuelven a la Vista el pasado y la paz que es más difícil encontrar en las comerciales urbes indias. Ellora, Bidar y Hampi fueron un viaje al pasado memorable que todavía recuerda al cerrar los ojos. Al igual que recuerda la facilidad con que las vacas se comen las bolsas de plástico o los trozos de cartón.
En su vagar sonoro, el Oído tuvo una dura prueba en la megaciudad, se quedó atontado de tanto pitido, de tanto frenazo, de tanto vociferar, de tanto graznido de cuervo. En las ciudades posteriores también echó horas extras. Nasik, Aurangabad, Hyderabad, Bijapur y Kolhapur le dejaron rendido. Empezó a pensar que desfallecería, no estaba acostumbrado a estar metido en un túnel de ruido 16 horas al día. Decidió actuar y se fue a la playa. Allí volvió a disfrutar del estado de bienestar que le había brindado gran parte del Sudeste Asiático. Las olas del mar, el viento procedente del infinito azul sobre las suaves y secas colinas, pájaros agraciados plantándole cara a los negros cuervos, pedales oxidados, las cubiertas de los gastados neumáticos sobre las mal alfaltadas calles, percusión espiritual y estribillos amantrados le hicieron olvidar los momentos difíciles y empezó a pensar que tenía razón cuando decía que estaba seguro de que otra India era posible.
Al Tacto nunca le habían cuidado tanto. De hecho ha agradecido públicamente el trato que está recibiendo dadas las arduas jornadas que está acarreando. En su twitter ha publicado que “no es para menos, en mi puta vida había tenido tantas capas de polvo. Yo con una o dos me apañaba, pero acumular cinco capas de polvo al día no estaba en mis planes. Normal que me laven tanto las manos y que me duchen dos o tres veces al día, y que me dediquen más tiempo que nunca por detrás de las orejas... ¡si hasta me frotan los pies en cada ducha! Sólo he estado en dos habitaciones en donde el polvo no sea el jefe, joder, y sólo he estado en un par de pueblos donde el humo me deje transpirar a mi aire, los baños en los que he podido tocar el cubito de agua que hace las labores de cadena sin morirme del jodido asco los cuento con los pulgares de mi mano derecha (no hablo de los baños públicos en las estaciones de bus o tren, ahí no toco nada de nada). Sólo espero que a mi regidor no se le peguen las costumbres indias o perroflauteras, que siga tratándome así de bien, no quiero verme pisando baños asquerosos sin mis inseparables sandalias”.
“Mariconadas”. Esa es la palabra que más veces se ha pasado por la cabeza del Olfato. “¿De qué cojones se quejan mis compañeros si viven en la gloria? Les cambiaba el puesto ya mismo”. El Olfato está siendo sin duda alguna al que le ha tocado un examinador más cabrón. Primero le metía piedrecitas negras y pegajosas en las fosas nasales, después, por el poco espacio que le quedaba en los orificios, le hacía respirar humo añejo de taxi, de autobús, de scooter. Más tarde le preparaba montañitas de basura, las prendía y le hacía pasar por encima de la densa humareda blanca. Después recolectaba cacotas de vaca, recientitas, calientes, del tamaño de una alcantarilla y minaba las aceras de las calles. Le arrojaba enormes nubes de polvo que ninguna mascarilla era capaz de evitar. Por último le hizo pasar una noche de tren rodeado de pedos, eructos y calcetines con halitosis. Por fin, y por suerte, en los pueblos costeros y en las ruinas arqueológicas el Olfato ha podido relajarse levemente, sólo levemente. Aunque su examinador, ocioso la mayoría del tiempo en la playa o de templo en templo, no le ha dado tanto la lata, podía sorprenderle en cualquier doblar de esquina, en cualquier desagüe, en cualquier vaca con diarrea.
Y ahora le toca al Gusto, ¿qué decir del Gusto, del Adalid de los Cinco Sentidos? Aquí descubro que me vuelvo a quedar en blanco.
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