Llevamos tiempo sin informar de nuestras andanzas y ya es hora de que os enteréis de cómo va el tema por aquí. El estar acompañados de Fran y Raquel, nuestros queridos malaguitas, nos quita tiempo para escribir y nos lo da para hincharnos a birras y a comida callejera. Con ellos hemos recorrido las callejuelas de la capital, hemos navegado por la bahía de Halong y paseamos por los verdes valles de Sapa. Allí nos separamos de nuevo; ellos dirección sur y nosotros dirección oeste.
Hanoi, al igual que Saigón, es una ciudad con tráfico intenso, de ruidosas calles abarrotadas de vehículos y de gente. Al igual que en las ciudades grandes, la mayoría de sus habitantes son ariscos y maleducados, sobre todo aquellos que han de bregarse con el turismo a diario. Son duros de cojones, aunque afortunadamente siempre encuentras excepciones que te hacen ver algo de claridad al final del túnel. No entendemos muy bien cómo puede cambiar tanto el carácter de los vietnamitas respecto a camboyanos, tailandeses o birmanos. Aquí las sonrisas escasean y los malos gestos abundan. Las chapuzas están a la orden del día y no te hace falta estar mucho tiempo para darte cuenta de ello.
Menos mal que los paisajes, las playas y las montañas del país son un pasote; aunque en nuestra opinión, un país no lo hacen sus vistas, sino sus ciudadanos. Son muchísimos los turistas con los que hemos coincidido que nos han dicho que “esta es la primera y la ultima vez que visitaré este país”. Quizá sea el hecho de que su sistema educativo es mucho más débil en comparación a los países de la zona, o que han tenido una historia muy dura, plagada de invasiones y guerras, o que al estar tan reprimidos y acojonados por su tirano gobierno, intentan desquitarse con los turistas del miedo y los problemas del día a día. Aquí el turismo no se cuida, aquí el viajero se encuentra con numerosas dificultades para moverse. No se le respeta en absoluto. Por poner algún ejemplo que hemos vivido en nuestras propias carnes: taquilla de una estación de tren, por fin consigues llegar a hablar con la persona tras el mostrador, no llevas más de diez segundos intentando explicarle adónde quieres ir cuando una tipa te pega levemente con el codo, mete la cabeza en el boquete de la cristalera y empieza a pedir su billete. La currante de la estación, en lugar de decirle que espere su turno porque estaba atendiendo a otro cliente, le da su billete y se olvida de ti. Cuando te quieres dar cuenta tienes a cuatro vietnamitas delante de ti y a la currela sin hacerte ni puto caso –esto nos ha pasado las tres veces que hemos pillado el tren-. Otro ejemplo, te subes a un autobús y el conductor te mete prisa para que subas, no porque vayas lento sino porque es un amargado que te cagas. Tú vas lo más rápido que puedes, intentando ser lo más agradable posible, pero aun así te llevas un empujón por parte del ayudante del conductor de autobuses, que con malísimas maneras, y con el autobús ya en movimiento, te dice dónde está tu asiento y se va echando pestes mientras el resto de vietnamitas se descojona de ti.
Estos ejemplillos sirven para mostrar la norma general del civismo vietnamita. Como he dicho antes siempre hay excepciones y encuentras personas bellas y honradas. Puede que no lleguen a sumar cinco en total las que nosotros hemos tenido el placer de conocer. Comparando estos datos con la cantidad de buenazos que habíamos conocido en Tailandia, Birmania y Camboya, es fácil decir que los vietnamitas han sido los más duros de todos, los más ásperos y los más irrespetuosos.
Sin embargo sus parajes naturales son alucinantes. Merece la pena sufrir ciertos malos rollos de vez en cuando para poder contemplar sus infinitas playas de arena blanca, sus boscosas montañas, sus gigantescas cuevas y grutas o su increíble bahía de Halong.
Justo antes de visitar Hanoi hicimos una parada en Dong Hoi, una pequeña ciudad costera a medio camino entre Hué y la capital. Además de con sus larguísimas playas, nos quedamos maravillados con la que hasta hace dos años era la cueva más grande de Vietnam, Phong Nha -en 2009 descubrieron la cueva más grande del mundo a sólo 12 kilómetros, pero todavía no está abierta al público-. Es impresionante adentrarte en tan tremendo boquete. Montados en una barca y deslizándonos suavemente por el río que atraviesa la cueva, pudimos descubrir sus inmensas grutas, sus altísimas estalagmitas y sus amenazantes estalactitas. Había cavidades del tamaño de la madrileña estación de Atocha y pequeños y afilados recovecos cargados de misterio y humedad.
Después, y una vez visitado Hanoi, donde paseamos, bebimos y comimos en cantidades industriales, fuimos a la bahía de Halong. Nos pusimos el traje de capitán Pescanova y nos montamos en un barco durante dos días, acompañados por gran número de personajes. Había mochileros internacionales, un espía del gobierno, vendedoras ambulantes en barquitas de madera... Lo pasamos en grande, aunque la excursión estuviera organizada al estilo vietnamita; es decir, más chapucera imposible.
La agencia de viajes de Hanoi nos la había vendido como algo espectacular: tres días y dos noches (una de ellas en hotel y otra en barco), comida de lujo, guías especialiazados y que hablaban inglés a la perfección, camarote con todo tipo de lujos, transporte desde el hotel y hasta el hotel, etc, etc, etc. La realidad fue la siguiente:
Hanoi, 8:00. Apararece un autobús petado de gente en el que nos metemos cual sardinas enlatadas. Llega la hora de pagar y nos dicen que tenemos que pagar menos de lo que habíamos acordado. “¿Cómo que menos?” Empezamos a comentar que quizá sea un error o que a lo mejor el paquete 'deluxe' que habíamos acordado fuera un mojón o una pantomima para captar clientela. Le preguntamos al coleguilla que si hay algún fallo. Se echa el móvil a la oreja, llama a la agencia y le dicen que no hay nada raro, aparte de que el servicio 'deluxe' está lleno y de que tenemos que ir por pelotas en el servicio 'standard'. Típico vietnamita: pides algo que no hay y te ponen otra cosa -que puede que hasta sea más cara-. En este caso, y para nuestra sorpresa era más barata; eso sí, nada de excursión de lujo, y todo esto ya a las afueras de Hanoi, sin posibilidad de reacción.
Tras varias horas de viaje llegamos al puerto de Halong City, y para nuestro regocijo nos separan del grupo en el que veníamos y nos dicen que a nosotros nos toca ir al puerto del que salen los barcos mejor preparados. Llegamos al puerto y, efectivamente, el barco era una pasada: maderita barnizada, todo tipo de detalles ornamentales, toldo en cubierta para resguardarse del abrasador sol... Pensando que habíamos triunfado, y que por primera vez habíamos salido benefiacidos del chapucismo vietnamita, empezamos nuestra aventura por la bahía. Paramos en una cueva -grande, aunque no tan impresionante como la de Dong Hoi-, visitamos un pueblo flotante y nos pegamos un chapuzón en un ídilica piscina natural marina rodeada de altos y verdes riscos a la que se llegaba atravesando una pequeña gruta en una de las grandes montañas de piedra caliza que abundan por la zona.
Después, nuestro guía, que hablaba buen inglés, nos explica que nosotros pasaríamos la primera noche en un hotel y la segunda en un barco. Este fue el único guía que hablaba inglés y ese sería el único trayecto que haríamos con cierto tipo de comodidades. A partir de aquí llegaría la realidad.
Nos desembarcan en el puerto de la isla de Cat Ba y nos asignan otro guía, que por cierto venía acompañado del espía del gobierno -el muy gachón nos lo presentó como un guía en prácticas-. A duras penas nos informa de que después de la cena nos llevarán a nuestro hotel y nos da el plan para el día siguiente: desayuno, caminata, playita, comida y noche en barco. Tras más de un hora de espera en el puerto, nos subimos al autobús y atravesamos la isla en dirección a Cat Ba Town. Cenamos en menos de media hora, instigados por las prisas de la antipática camarera, nos volvemos a meter en el bus y nos llevan a nuestro hotel... por decir algo. Aquello de hotel no tenía nada. Era una pensión que se caía a trozos; suciedad, humedad, agujeros y malos olores; menos mal que la cervecería quedaba a menos de 100 metros. Nos duchamos a la velocidad de la luz, nos comimos un bocatita rico rico y nos sentamos a disfrutar del frescor del gaseoso líquido elemento.
A la mañana siguiente nos recogen de la chabolilla, nos llevan a desayunar: pan chicle con mantequilla caducada y mermelada de fresa; nos vamos a hacer la caminata: resbaladiza, embarrada, empinada, y lo mejor de todo, sin guía. Él pasó de subir con nosotros y ni siquiera nos avisó de la dificultad y el peligro que entrañaba la ascención. Nos dijo que volviéramos en dos horas, que no nos retrasáramos y que él nos estaría esperando para ir de vuelta al hotel a comer para después ir a la playa. Cuando volvimos de escalar, con barro hasta las orejas, allí no había nadie esperándonos; ni el guía, ni el autobús, ni Rita la Cantaora. Estuvimos aguardando una hora y media a que llegara otro guía y nos dijera que corriendito nos metiéramos en el autobús.
Cuando llegamos al restaurante comimos lo mismo que habíamos cenado el día anterior y el nuevo guía -ya era el tercero- nos dijo macarrónicamente que teníamos un par de horas para disfrutar de la playa, que estaba a quince minutos caminado. A la vuelta tendríamos que estar listos para coger nuestras cosas y meternos de nuevo en el bus para volver al puerto a meternos en el barco en el que pasaríamos la noche.
Cuando nos montamos en el barco ya estaba atardeciendo. Tras numerosas conversaciones telefónicas, el guía había conseguido meternos en un barco que ni tenía barniz, ni detalles ornamentales, ni toldo. Por supuesto sus habitaciones no tenían aire acondicionado ni neveras, así que las ocho latas de cervezas, la botella de ron y los dos litros de cocacola tendrían que ser enfriados en algún otro sitio. Sólo nos quedaba la opción de la nevera del restaurante. Le preguntamos a uno de los camareros si nos podía guardar las birras para que se enfriaran y nos dice que “no, si lo guardáis aquí, tenéis que pagar un dólar por cada una de ellas que consumáis en el barco”... “¿cómo?”... “lo que oyes, compadre”. Además nos las confiscaron para que no las bebiéramos. Menos mal que las metió en la nevera, por lo que al menos nos las devolvería fresquitas.
Se nos nubló la visión, nosotros que íbamos preparados a disfrutar de un botellón a la española en la cubierta de un barco en la vietnamita bahía de Halong, vimos nuestras intenciones frustadas al primer momento. Aun así todavía teníamos la opción del ron y la cocacola. Pensamos que después de cenar pediríamos dos cocacolas y cuatro vasos y nos haríamos los cubatas de extranjis, ayudados por la oscuridad de la noche.
Dicho y hecho. Terminamos de cenar y pedimos las dos cocacolas. El vietnamita detrás de la barra, que al igual que todos sus compatriotas era espabilado por naturaleza, nos dice que los vasos sólo se dan para la cerveza, que la cocacola se bebe directamente de la lata. No contaba el vietnamita con la picaresca española... tras varios minutos de negociación nos dio los cuatro vasos, eso sí, sin un mísero cubito de hielo. Mientras tanto el espía disimulaba devorando un diccionario de inglés-vietnamita.
Contentos por haber ganado una batalla y fastidiados por no tener hielos con los que enfriar nuestro cubalibre subimos a cubierta. El panorama allí era desalentador. Nuestros compañeros de barco, todos ellos jóvenes y de diversas nacionalidades (franceses, portugueses, australianos...), parlaban en susurros, con un modus operandis demasiado tránquilo para lo que nosotros esperábamos. Mirábamos alrededor y no veíamos nada de nuestro agrado. Y para colmo estábamos bebiendo ron con cocacola caliente. Los tragos nos hacían recordar esas últimas horas de botellón: sin hielos, pero con ganas de pimplar algo más; con los compañeros ya cansados de la labor etílica, pero con cierta ilusión de poder volver a encontrar la euforia y el jolgorio. Necesitábamos un plan. Como no había dios que se bebiera esa mierda de cubalibre, decidimos actuar de camellos etílicos. Pensamos pasar la botella al grupo de tránquilos e intentar con eso animar el cotarro. El guía en prácticas, por su parte, hacía su pase de pernocta intentando integrarse en alguno de los grupillos.
Nos acercamos cual delincuentes al portugués, con el cual ya habíamos entablado conversación en la tarde y el cual cumplía con todos los requisitos de un buen fiestero, y le ofrecimos la botella. Para nuestra sorpresa, él también estaba disfrutando de unas birras que había traído escondidas en la mochila. Lo de disfrutar es un decir, porque como todos sabéis, la cerveza caliente no es de muy buen paladar. Cuando escuchó nuestra proposición indecente, no lo dudó ni un segundo, agarró la botella de ron barato vietnamita -no digo nada relativo a la calidad- y le pegó unos cuantos buches de órdago sin dudarlo. El francés que estaba a su lado, y que también bebía birra de extranjis, fue el siguiente en enganchar la botella cual buen pirata caribeño y le pegó otro tragazo prolongado.
Una hora después no quedaba alcohol en cubierta; lo teníamos todo dentro. Posteriormente nos enteramos de que un australiano y sus amigos franceses se habían ventilado una botella de vodka en un pispas; eso sí, sin compartir ni gota -algo de lo que estábamos más que agradecidos-. Las bases para una buena noche ya estaban puestas. Para colmo, nos llaman los miembros de la tripulación y nos avisan de que abajo, en el restaurante, estaban celebrando el cumpleaños de una de las trabajoras del barco y de que todos estábamos invitados a participar en la fiesta. Tenían una mesa con comida, ron y la música a todo volumen. ¡Lo que nos faltaba! Los vietnamitas pensaron que gracias al cumpleaños por fin consumiríamos sus bebidas, lo que no sabían es que ya llegábamos finos al emotivo evento. Tarta, velas, bailes, karaoke y algo más de cerveza hicieron que llegara el desfase.
Este fue el momento estrella del espía. Crecido tras unos cuantos tragos de ron empezó a decir a todo cristo que él era un viajero como los demás. El muy cabrón hablaba inglés y francés. El tío ya no era guía en prácticas, ahora era espía en prácticas. Se tiró un buen rato sacando información a un francés, que extrañamente había perdido su pasaporte. Al día siguiente fue el mismo espía quien le localizó el pasaporte. Aparentemente lo tenía un limpiabotas en Halong que había llamado por teléfono. La historia no tenía ni pies ni cabeza, pero se resolvió con 500.000 dongs para el espía y pasaporte para el francés... raro, raro, raro.
Cuando nos quisismos dar cuenta, aquello era el despiporre. El portugúes le pedía al capitán que encendiera el motor y pusiera rumbo norte... ¡a Japón! El australiano y los franceses daban tumbos sin parar; la botella de vodka caliente les estaba pasando factura. Las españolas bailoteaban con el guía y la cumpleañera. Los otros franceses miraban atónitos sin saber muy bien qué hacer. La tripulación estaba sorprendidísima de cómo aquellos occidentales podían tener tanta marcha en el cuerpo si sólo habían pedido un par de cervezas.
La fiesta duraría hasta las doce. El portugués se erigió como el auténtico revolucionario y, tras haber actuado con el sobrenombre de Dj. Captain, intentó organizar un motín para que todos los que estábamos abordo saltáramos al agua a pegarnos un chapuzón. Hubo un momento tenso cuando el capitán descubrió que ya había tres guiris medio en pelotas a punto de saltar por la borda. La estricta normativa vietnamita podría ponerle en el talego, quitarle el barco y dejarle sin curro. Y aquí en Vietnam no se cobra paro, ni beneficios sociales, así que la cara de susto del pobre capitán y los demás miembros de la tripulación era considerable. Tras varios minutos de tensas negociaciones se decidió no saltar. Se esperaría hasta la mañana para hacerlo, cuando ya era legal, pero no tan emocionante.
A la mañana siguiente las caras largas y resacosas estaban más que presentes. Pocos se salvaban de la resaca. El capitán tenía unas ojeras que le llegaban a los pies, el guía nos miraba a todos con cara de asco y el espía se quedaba dormido con el diccionario en la mano. Se morían de ganas por llevarnos a puerto y olvidarse de nosotros.
Tres horas de autobús y ya estábamos de vuelta en Hanoi. 24 horas más tarde estábamos poniéndonos las sudaderas por primera vez en cuatro meses. Habíamos llegado al norte de Vietnam, a la montañosa Sapa y toda la odisea del viaje en la bahía ya formaba parte del pasado.
Pasamos cuatro días gozando de largas caminatas montañeras, acompañados por gente de diferentes pueblos, rodeados de arrozales, mazorcas, plantas de marihuana y búfalos. No penséis que la marihuana aquí es legal, o que por crecer libremente junto al maíz, se fuma sin parar. Aquí la utilizan para hacer tejidos y sólo algún viejete místico parece disfrutar de su uso festivo.
Mañana pondremos rumbo a Laos. Será el quinto país que visitemos. En él cumpliremos cinco meses de viaje. Después llegarán Malasia e Indonesia.
Os seguiremos informando.
Buenos días y buena suerte.
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